Rom 2,3-11
¿Te figuras, tú que juzgas a los que cometen tales cosas y las cometes tú mismo, que escaparás al juicio de Dios? O ¿desprecias, tal vez, sus riquezas de bondad, de paciencia y de longanimidad, sin reconocer que esa bondad de Dios te impulsa a la conversión? Por la dureza y la impenitencia de tu corazón vas atesorando contra ti cólera para el día de la cólera y de la revelación del justo juicio de Dios, el cual dará a cada cual según sus obras: a los que, por la perseverancia en el bien busquen gloria, honor e inmortalidad: vida eterna; mas a los rebeldes, indóciles a la verdad y dóciles a la injusticia: cólera e indignación. Tribulación y angustia sobre toda alma humana que obre el mal: del judío primeramente y también del griego; en cambio, gloria, honor y paz a todo el que obre el bien; al judío primeramente y también al griego; que no hay acepción de personas en Dios.
Es provechoso que el apóstol Pablo exponga las cosas con tanta claridad para evitar confusiones. Nosotros no somos los jueces de los demás. Eso es competencia exclusiva de Dios. Por supuesto que, en muchas ocasiones, podemos identificar si los actos cometidos por una persona son buenos o malos. Los criterios para este discernimiento nos son dados por la Sagrada Escritura, la doctrina de la Iglesia y la conciencia formada por ella. Pero eso no significa que seamos capaces de escudriñar el corazón y las intenciones de la otra persona.
Solo el Señor puede ver en lo más profundo del ser humano, conocer sus motivaciones y juzgar todo con su sabiduría. Por eso hay que dejar el juicio en sus manos. Esto es tanto más importante cuanto que los hombres estamos en peligro de acusar a los demás precisamente en aquellos puntos en los que nosotros mismos fallamos.
Por tanto, hemos de evitar toda obstinación y reconocer cada vez más la bondad y la paciencia del Señor. Estamos llamados a convertirnos de corazón y a dejarnos instruir por la sabiduría de Dios. Si esto sucede, entonces estamos en el buen camino. En efecto, el hombre ha de practicar el bien y esforzarse por reconocer y cumplir la voluntad de Dios. Eso es lo que Él quiere de nosotros y, si lo hacemos, no nos dejará sin recompensa. En cambio, los que no siguen la verdad tendrán que sufrir las consecuencias. San Pablo subraya que esto se aplica tanto a judíos como a griegos. Al referirse a los griegos, incluye a todos aquellos gentiles que no conocen la revelación de Israel. El Apóstol vuelve a insistir en que las exigencias de la ley están inscritas en el corazón del hombre y que, por tanto, se le pedirá cuentas:
“Pues cuantos sin ley pecaron, sin ley también perecerán; y cuantos pecaron bajo la ley, por la ley serán juzgados; que no son justos delante de Dios los que oyen la ley, sino los que la cumplen: ésos serán justificados. En efecto, cuando los gentiles, que no tienen ley, cumplen naturalmente las prescripciones de la ley, sin tener ley, para sí mismos son ley; como quienes muestran tener la realidad de esa ley escrita en su corazón, atestiguándolo su conciencia, y los juicios contrapuestos de condenación o alabanza… en el día en que Dios juzgará las acciones secretas de los hombres, según mi Evangelio, por Cristo Jesús” (Rom 2,12-16).
¿Qué lección podemos extraer de estas palabras del Apóstol de los Gentiles? Pueden sacudirnos y despertarnos, mientras que hoy en día escuchamos hablar cada vez menos de la seriedad de tener que rendir cuentas a Dios y ser examinados por nuestras obras. En lugar de ello, se proclama la misericordia divina, y no pocas veces de tal manera que da la impresión de que ni siquiera existe la posibilidad de que una persona se condene.
Incluso existen falsas doctrinas que pretenden decirnos que al final se salvará hasta el mismo demonio. Sin embargo, tales enseñanzas adormecen a las personas y carecen de la seriedad necesaria para sacudirlas y despertarlas. La Sagrada Escritura nos exhorta una y otra vez a estar vigilantes e insiste en que el hombre puede perderse para siempre si se deja llevar por sus malas inclinaciones y se aleja de Dios.
La misericordia de Dios también radica en su paciencia a la hora de esperar la conversión de una persona, en sus inagotables esfuerzos por llegar a ella de todas las maneras posibles y en su constante disposición a perdonarla tan pronto como se vuelva a Él: “Te echaste a la espalda todos mis pecados” (Is 38,17).
Pero si no tenemos en cuenta la otra cara de la moneda, el anuncio queda incompleto y crea una imagen suavizada y ligera de la salvación de las almas. Eso es indigno, pues en cierto sentido ya no se toma en serio la responsabilidad del hombre ante Dios. El anuncio auténtico, en cambio, debe presentar el Evangelio íntegro y sin recortes. San Pablo nos lo recuerda.
Meditación sobre la lectura del día: https://es.elijamission.net/la-fuerza-de-dios-en-nuestra-debilidad/
Meditación sobre el evangelio del día: https://es.elijamission.net/despreocupacion-en-el-amor-de-dios-2/