Prov 30,5-9
La palabra de Dios es acendrada, él es escudo para los que se refugian en él. No añadas nada a sus palabras, porque te replicará y quedarás por mentiroso. Dos cosas te he pedido; no me las niegues antes de morir: aleja de mí falsedad y mentira; no me des riqueza ni pobreza, concédeme mi ración de pan; no sea que me sacie y reniegue de ti, diciendo: «¿Quién es el Señor?»; no sea que, necesitando, robe y blasfeme el nombre de mi Dios.
La Palabra de Dios nos protege, es nuestro escudo, en cuanto que nos refugia en la verdad y, por tanto, en Dios mismo. Vivir en la verdad, entonces, no sólo nos hace libres (cf. Jn 8,32); sino que, de alguna forma, también indestructibles. Cualquier ataque contra la verdad podrá parecer tener éxito, pero en realidad tiene una podredumbre interior, que, en el momento dado, acabará desmoronando todo.
Pensemos, por ejemplo, en tantas ideologías, que querían ofrecer soluciones a muchos problemas, pero sus errores terminan siendo desenmascarados, después de haber causado grandes estragos…
En el Catecismo de la Iglesia Católica, se habla de que, antes de la Segunda Venida de Cristo, sobrevendrá a la humanidad una “impostura religiosa”, que “proporcionará a los hombres una solución aparente a sus problemas”, pero en realidad los llevará a la apostasía de la fe (n. 675). Pero sólo se caerá en este engaño si no se está firmemente arraigado en la Palabra del Señor; si la luz de Su verdad no nos ha impregnado lo suficiente.
Podemos entender y asimilar cada vez mejor la Palabra de Dios; podemos acogerla más a profundidad en nosotros; pero no hace falta mejorarla, como nos dice la lectura de hoy: “No añadas nada a sus palabras, porque te replicará y quedarás por mentiroso”. Tampoco podemos reinterpretar la Palabra de Dios según lo que nos sea más cómodo. San Pablo nos advierte que “vendrá un tiempo en que los hombres no soportarán la doctrina sana, sino que, arrastrados por sus propias pasiones, se harán con un montón de maestros por el prurito de oír novedades; apartarán sus oídos de la verdad y se volverán a sus fábulas.” (2Tim 4,3-4)
Si reinterpretamos o relativizamos la Palabra de Dios y, en consecuencia, también la auténtica doctrina de la Iglesia, estaremos abandonando el refugio seguro que nos ofrece la Palabra de Dios, de manera que nos expondremos al enemigo en toda nuestra vulnerabilidad, por así decir.
En algunos desarrollos muy cuestionables posteriores al Concilio Vaticano II, se creía, con optimismo, que uno podría dirigirse al mundo prácticamente desprotegido, que se podría descubrir sus valores y entrar en diálogo con todos y cada uno, abrazándolo todo y abriendo las puertas de la Iglesia para todo tipo de influencias.
Monseñor Schneider dice a este respecto lo siguiente, en su libro “Christus vincit”[1]:
“La expresión sobre ‘abrir las ventanas’, empleada antes y durante el Concilio, fue una ilusión engañosa y causó confusión. Las personas lo entendieron en el sentido de que el espíritu de un mundo evidentemente incrédulo y materialista podría transmitir valores para la vida de los cristianos (…). Con el paso del tiempo, en los años post-conciliares, las compuertas parcialmente abiertas dieron paso a un devastador oleaje, que causó enormes daños en la doctrina, en la moral y en la liturgia. Hoy, la inundación ha alcanzado una altura peligrosa. Estamos viviendo el tope de una catástrofe de inundación.”
Si bien es cierto que hemos de anunciarle el evangelio al mundo, y que también podemos apreciar, por ejemplo, lo que haya de valioso en otras religiones; esto sólo será posible en la medida en que estemos profundamente anclados en la Palabra de Dios, cuando encontramos en Ella nuestro refugio.
Por tanto, no podemos aproximarnos y dirigirnos a este mundo en una actitud de optimismo humano e irrealista; sino sólo por encargo y envío del Señor, revestidos de aquella armadura espiritual sugerida por San Pablo en el capítulo 6 de la Carta a los Efesios.
Por ejemplo, si las corrientes modernistas e irrealistas pretenden decirnos que la Iglesia y su doctrina no son un búnker detrás el cual tenemos que escondernos, entonces habremos de responder que el que se acerca al mundo sin la necesaria protección, está jugando con fuego y se quemará. Colocarse la armadura no significa aislarse atemorizados; sino estar conscientes de la situación, para llevar a cabo el encargo que nos ha sido confiado en el mundo. La Sagrada Escritura nos advierte que no hemos de asemejarnos al mundo (cf. Rom 12,2) sino vencerlo (cf. Jn 16,33).
Por eso, hemos de refugiarnos en la verdad de la Palabra de Dios, y cuidarnos de los “cantos de sirena” de la falsedad y las verdades a medias.
[1] Athanasius Schneider, Christus vincit. Fe Medienverlag 2019, 197-198