Mt 5,1-12
En aquel tiempo, al ver Jesús a las multitudes, subió al monte; se sentó y se le acercaron sus discípulos; y abriendo su boca les enseñaba diciendo: “Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Bienaventurados los que lloran, porque serán consolados. Bienaventurados los mansos, porque heredarán la tierra. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque quedarán saciados. Bienaventurados los misericordiosos, porque alcanzarán misericordia.
Bienaventurados los limpios de corazón, porque verán a Dios. Bienaventurados los pacíficos, porque serán llamados hijos de Dios. Bienaventurados los que padecen persecución por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Bienaventurados cuando os injurien, os persigan y, mintiendo, digan contra vosotros todo tipo de maldad por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo: de la misma manera persiguieron a los profetas de antes de vosotros.”
En la meditación de hoy, nos centraremos en una de las ocho bienaventuranzas: “Bienaventurados los limpios de corazón, porque verán a Dios.”
Un corazón limpio es aquel que ha sido purificado por el Espíritu Santo.
Con justa razón, veneramos en nuestra Iglesia el Sagrado Corazón de Jesús y el Inmaculado Corazón de María. De estos dos Corazones decimos que son completamente puros y llenos de amor. Nada puede encontrarse en ellos que no esté de acuerdo con Dios. En el caso de Jesús, esto es evidente; y en el caso de María también es seguro, gracias a su Inmaculada Concepción y su camino de seguimiento del Señor. Conocemos aquella jaculatoria que dice: “Jesús, manso y humilde de corazón, haced mi corazón semejante al vuestro.”
La pureza de corazón significa que todas nuestras intenciones, tanto las conscientes como también las inconscientes, están totalmente centradas en Dios. Para ello, hace falta un largo proceso, percibiendo atentamente la guía del Espíritu Santo y también conociéndonos a nosotros mismos. No pocas veces vivimos aún en diversas formas de autoengaño, y todavía no tenemos la imagen correcta de Dios ni tampoco nos vemos a nosotros mismos como Dios nos ve.
Un corazón puro quiere amar, y no solamente no negarle nada al Amado, sino entregarse a Él por completo y para siempre.
El camino regio para obtener un corazón puro, que es también pre-requisito para alcanzarlo, es el conocimiento y encuentro cada vez más profundo con Dios.
Por supuesto que este proceso implica el conocimiento de nosotros mismos. Pero éste se da a la luz del Espíritu Santo y no genera amargura y cerrazón; ni interminables acusaciones o sentimientos de culpabilidad sin fin. Antes bien, el amor del Padre nos llama a acudir a Él y a confiarnos totalmente a Él.
Así, el corazón duro se transforma al experimentar un amor más grande, en el cual puede abandonarse sin reservas. De este modo, Dios toca el corazón y el alma se purifica.
En la práctica diaria, podría ser así: En cuanto percibo en mi interior malos pensamientos y sentimientos, durezas, envidia y celos, me dirijo inmediatamente a Dios y pongo todo eso ante Él en un diálogo interior y confiado. De hecho, todas las tinieblas que hay en mí, no existen en Él; sino que en Él encuentro el amor puro y la luz increada. Mis oscuridades no pueden penetrar en Dios; al contrario, tienen que retroceder en cuanto entran en contacto con el Señor. Entonces, si me lanzo confiadamente en el Corazón abierto de Dios, en el “Océano del amor”, éste su amor penetra en mí, de forma que puedo volver a respirar y continuar mi camino. Es algo similar a lo que experimentamos en el sacramento de la confesión, donde la Misericordia de Dios viene a nuestro encuentro.
Entonces, por una parte es Dios quien nos concede un corazón puro (cf. Ez 36,26), al transformarlo con su propio amor. Y, por otra parte, nosotros mismos hemos de “crearnos un corazón puro” (cf. Ez 18,31), llevando sinceramente ante Dios todas nuestras faltas e imperfecciones, con vigilancia pero no escrupulosamente, y confiándonos una y otra vez a su amor.
A medida que aprendemos a conocer cada vez mejor el amor de Dios, empezaremos a descubrirlo en todas las situaciones de la vida. Vamos comprendiendo que las intenciones de Dios son siempre puras y que todo está lleno de su inconmensurable amor. De este modo, empezamos a “ver a Dios” ya en nuestra vida terrena. Gracias al amor verdadero, las sombras se disipan de nuestros ojos, la ceguera se desvanece, nuestra mirada se vuelve libre…
Así, vemos cada vez más a Dios, nuestro corazón se vuelve más y más puro, de modo que empiezan a cumplirse las palabras del Señor: “Bienaventurados los limpios de corazón, porque verán a Dios.”