Hoy, 4 de noviembre, se conmemora a San Carlos Borromeo, gran obispo y reformador de la Iglesia. Con justa razón, la liturgia alaba a Dios por el testimonio de este siervo suyo. Sin embargo, me parece importante dar a conocer a ciertos santos que han caído en el olvido, para regocijarnos en ellos y dar gracias al Señor por su vida. También cabe esperar que ellos se alegren cuando los recordamos.
Uno de estos santos un tanto olvidados es el beato Enrique de Zwiefalten, cuya tumba no se sabe dónde está y en cuyo honor no se ha erigido un altar o capilla, o si los hay, son muy desconocidos. Sin embargo, está grabado en la memoria de Dios y también las antiguas crónicas cuentan su historia, que es muy conmovedora.
El beato Enrique nació en el castillo de Zwiefalten alrededor del año 1200. Tenía grandes dotes naturales, sus padres eran ricos y creció mimado por todos. Sin embargo, esto no le hizo bien y comenzó a disfrutar de una «dulce vida» llena de fiestas, bailes y vino, para preocupación de sus padres, que veían cómo su hijo empezaba a despilfarrar sus abundantes talentos. ¡Pero esta vida indigna lo había cautivado! Descuidó sus estudios y se dedicó a los placeres, que se volvieron cada vez más extravagantes, convirtiendo el castillo en un lugar de encuentro y centro de todo tipo de actividades que, sin duda, desagradaban sobremanera al Señor.
Pero llegó el día en que Dios intervino y dio un «alto» a esta vida de Enrique. Un día, en medio de sus bailes desenfrenados, Enrique tuvo una visión del Señor Jesús, empapado en sudor y sangre, con la cruz sobre sus hombros. Agotado, el Señor levantó su santo rostro y miró a Enrique con seriedad y tristeza.
Esa fue la experiencia que le cambió la vida a Enrique. Se le humedecieron los ojos y entonces exclamó con determinación: «Me voy al monasterio». A pesar de toda la incomprensión y las burlas, se echó el manto encima y emprendió el largo camino hacia el monasterio de Ochsenhausen. Enrique había visto al Señor y sabía que tenía que seguirle; el Señor lo había llamado con su mirada y de eso no le cabía duda.
Cuando llegó al monasterio, se encontró con el rechazo del prior. Su mala reputación lo había precedido y el prior dudaba de su vocación monástica. Sin embargo, Enrique le rogó con tanta sinceridad y humildad que lo colocara en el último lugar, pero que, por favor, no lo expulsara de vuelta a ese mundo al que acababa de renunciar.
Finalmente, el prior cedió, una decisión de la que nunca se arrepentiría. En efecto, Enrique era tan ferviente en su vida de penitencia —duro consigo mismo, pero bondadoso con los hermanos— que pudo superar todas las pruebas a las que se enfrentó. Se decía que «con su amorosa virtud arrastraba a todos a imitar su ejemplo de bondad y piedad, de modo que en aquel monasterio rara vez hacía falta exhortar de palabra al bien».
Para los monjes no pasó desapercibido que en medio de ellos había un santo. La crónica cuenta lo siguiente: «Pronto Dios mostró a estos monjes de buena voluntad que debían venerar como santo a aquel a quien amaban como a un padre. Las respuestas milagrosas a las oraciones en diversas necesidades del monasterio y sus alrededores provocaban una y otra vez el asombro y la reverencia de monjes y laicos».
Tras haber pasado trece años en el monasterio, Enrique fue elegido prior. Uno de los milagros más notables ocurrió cuando se produjo un incendio en la iglesia. El prior Enrique se postró a los pies del altar y el fuego se apagó inmediatamente. Muchos otros milagros sucedieron, por lo que cada vez eran más las personas que acudían en busca de ayuda o para apoyar al monasterio.
Enrique tenía una relación especial con las benditas almas del purgatorio, por las que rezaba mucho. Se dice que, a través de la oración y el apoyo mutuo, estaba en conexión constante con las benditas almas de aquellos que le habían precedido hacia la eternidad y que su entorno experimentaba con frecuencia el misterioso efecto de su sincera compasión por ellas.
En fin, después de que el Señor lo mirara, Enrique llevó una vida de santidad. Su respuesta magnánima perduró hasta el final. Murió el 4 de noviembre de 1262 en olor de santidad.
Por fe, sabemos que el Señor dirige esa misma mirada a todas aquellas personas que viven sin un verdadero sentido en su vida y están atrapadas en el pecado. No todos reciben la gracia de ver a Jesús, como le sucedió a nuestro beato. Pero Dios ha trazado un camino específico para cada uno. Sin duda, hubo personas que oraron por la conversión de Enrique y un día su súplica fue escuchada. Siempre podemos aferrarnos a esta esperanza, por muy alejadas de Dios que estén las personas y aunque parezca imposible que se conviertan.
Así, el testimonio de Enrique de Zwiefalten resplandece al descubrirse su historia. Me gustaría concluir esta meditación con las palabras que sus contemporáneos escribieron sobre él:
«Hizo famosa a Zwiefalten
con una buena vida en Cristo
y entregada a sus hermanos:
“Aquí viví como monje y prior,
extinguí el templo en llamas,
conduje a la salvación a ciegos,
cojos, atormentados por demonios,
las sombras en las llamas”.»
¡Beato Enrique, intercede para que muchas personas puedan ver el rostro de Cristo y se conviertan a Él!
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Meditación sobre la lectura del día: https://es.elijamission.net/12607-2/
