“¿De qué sirve una llave de oro si no abre la puerta de la verdad?” (San Agustín).
Al día siguiente, la gente que se había quedado al otro lado del mar vio que allí no había más que una barca y que Jesús no había embarcado con sus discípulos, sino que éstos se habían marchado solos. Pero llegaron barcas de Tiberíades, cerca del lugar donde habían comido pan. Cuando la gente vio que Jesús no estaba allí, ni tampoco sus discípulos, subieron a las barcas y fueron a Cafarnaún, en busca de Jesús. Al encontrarle a la orilla del mar, le preguntaron: “Rabbí, ¿cuándo has llegado aquí?” Jesús les respondió: “En verdad, en verdad os digo que vosotros me buscáis no porque habéis visto signos, sino porque habéis comido pan y os habéis saciado. No trabajéis por el alimento perecedero, sino por el alimento que permanece para vida eterna, el que os dará el Hijo del hombre, porque a éste es a quien el Padre, Dios, ha marcado con su sello.”
“El Padre ama al Hijo y todo lo ha puesto en sus manos” (Jn 3,35).
Después de esto, se trasladó Jesús a la otra orilla del mar de Galilea (el de Tiberíades), y mucha gente le seguía, porque veían los signos que realizaba en los enfermos. Subió Jesús al monte y se sentó allí en compañía de sus discípulos. Estaba próxima la Pascua, la fiesta de los judíos. Al levantar Jesús los ojos y ver que venía hacia él tanta gente, preguntó a Felipe: “¿Dónde nos procuraremos panes para que coman éstos?” Se lo decía para probarle, porque él ya sabía lo que iba a hacer. Felipe le contestó: “Doscientos denarios de pan no bastan para que cada uno coma un poco.” Uno de sus discípulos, Andrés, el hermano de Simón Pedro, le dijo: “Aquí hay un muchacho que tiene cinco panes de cebada y dos peces; pero ¿qué es eso para tantos?” Replicó Jesús: “Haced que se recueste la gente.”
“Si yo diera testimonio de mí mismo, mi testimonio no sería válido. Otro es el que da testimonio de mí, y yo sé que es válido el testimonio que da de mí. Vosotros mandasteis enviados a Juan, y él dio testimonio de la verdad. En cuanto a mí, no recibo testimonio de un hombre; pero digo esto para que os salvéis. Él era la lámpara que arde y alumbra, y vosotros quisisteis recrearos una hora con su luz. Pero yo tengo un testimonio mayor que el de Juan; porque las obras que el Padre me ha encomendado llevar a cabo, las mismas obras que realizo, dan testimonio de mí, de que el Padre me ha enviado. Y el Padre, que me ha enviado, es el que ha dado testimonio de mí. Vosotros no habéis oído nunca su voz, ni habéis visto nunca su rostro, ni habita su palabra en vosotros, porque no creéis al que él ha enviado. Vosotros investigáis las Escrituras: creéis tener en ellas vida eterna; pues ellas son en realidad las que dan testimonio de mí; pero vosotros no queréis venir a mí para tener vida. No recibo la gloria de los hombres.
“Precisamente allí donde las esperanzas humanas caen más bajo, se eleva más alto la confianza en Dios. Porque donde se desvanece toda ayuda humana, deja lugar al auxilio divino” (San Ignacio de Loyola). leer más
“La mayoría de personas no tiene ni idea de lo que Dios podría hacer de ellas si tan sólo se pusieran a su disposición” (San Ignacio de Loyola) leer más
Respondió Jesús y les dijo: “En verdad, en verdad os digo que el Hijo no puede hacer nada por sí mismo, sino lo que ve hacer al Padre; pues lo que Él hace, eso hace igualmente el Hijo. Porque el Padre ama al Hijo y le muestra todo lo que Él hace, y le mostrará obras mayores que éstas para que vosotros os maravilléis. Pues así como el Padre resucita a los muertos y les da vida, del mismo modo el Hijo da vida a quienes quiere. El Padre no juzga a nadie, sino que todo juicio lo ha dado al Hijo, para que todos honren al Hijo como honran al Padre. El que no honra al Hijo no honra al Padre que le ha enviado. En verdad, en verdad os digo que el que escucha mi palabra y cree en el que me envió tiene vida eterna, y no incurre en juicio, pues ha pasado de la muerte a la vida.
“Confesaré su nombre en la presencia de mi Padre y delante de sus ángeles” (Ap 3,5).
Con ocasión de una fiesta de los judíos, Jesús subió a Jerusalén. Hay en Jerusalén una piscina Probática llamada en hebreo Betzatá, que tiene cinco pórticos. En ellos yacía una multitud de enfermos, ciegos, cojos y paralíticos, que esperaban la agitación del agua. Había allí un hombre que llevaba treinta y ocho años enfermo. Jesús, viéndole tendido y sabiendo que llevaba ya mucho tiempo tiempo, le dijo: “¿Quieres recobrar la salud?” Le respondió el enfermo: “Señor, no tengo a nadie que me meta en la piscina cuando se agita el agua; y mientras yo voy, otro se mete antes que yo.” Jesús le dijo: “Levántate, toma tu camilla y anda.” El hombre recobró al instante la salud, tomó su camilla y se fue andando.