En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Vosotros sois la sal de la tierra. Mas si la sal se desvirtúa, ¿con qué se la salará? Ya no sirve para nada más que para ser tirada afuera y pisoteada por los hombres. Vosotros sois la luz del mundo. No puede ocultarse una ciudad situada en la cima de un monte. Ni tampoco se enciende una lámpara para ponerla debajo del celemín, sino en el candelero, para que alumbre a todos los que están en la casa. Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y alaben a vuestro Padre que está en los cielos.”
En aquel tiempo, al ver Jesús el gentío, subió a la montaña, se sentó, y se acercaron sus discípulos; y él se puso a hablar, enseñándoles: «Dichosos los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos. Dichosos los que lloran, porque ellos serán consolados. Dichosos los sufridos, porque ellos heredarán la tierra. Dichosos los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos quedarán saciados. Dichosos los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Dichosos los que trabajan por la paz, porque ellos se llamarán los Hijos de Dios. Dichosos los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos. Dichosos vosotros cuando os insulten y os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo, que de la misma manera persiguieron a los profetas anteriores a vosotros.»
Aquí se hace referencia al Espíritu Santo como precioso don para los fieles.
Hay que trazar una clara diferencia entre aquellas personas que aún no conocen ni han acogido la verdadera fe, y aquellas que son creyentes. Mientras que, en el primer caso, el Espíritu Santo las atrae y las llama, queriendo convencerlas de la verdad del evangelio; en el segundo caso, es decir, en quienes creen y viven en gracia de Dios, Él puede penetrar hasta el fondo del alma.
Llamar al Espíritu Santo con el nombre de “Consolador” se vuelve particularmente actual en estos tiempos, pues precisamente en épocas de tribulación y sufrimiento el Espíritu Santo está presente. Hay un tiempo para llorar y un tiempo para hacer duelo (cf. Qo 3,4). Esto hace parte de nuestra vida, y si vemos personas que no conocen tales reacciones, nos parece ser que no tienen corazón. Jesús mismo lloró por Lázaro (cf. Jn 11,35), y más aún lloró sobre Jerusalén, porque no reconoció la hora de gracia de Su Venida (cf. Lc 19,41). También Raquel lloró por sus hijos (Jer 31,35), y esta escena se repite cuando Herodes manda matar a los infantes (cf. Mt 2,18)…
Padecemos de un desasosiego, tanto a nivel exterior como interior. En lo que refiere al nivel exterior, fácilmente nos dejamos absorber por la dinámica del trabajo y de los quehaceres. También los muchos encuentros y contactos, junto con las posibilidades de comunicación que hoy son prácticamente ilimitadas, generan a nuestro alrededor una inquietud casi constante. El santo silencio se lo encuentra cada vez menos. Incluso las iglesias se convierten más y más en sitios de intranquilidad; en vez de ser lugares valiosos de recogimiento.
El Espíritu Santo es la luz que penetra también la oscuridad de nuestro corazón. ¡Y es que de este corazón sale todo lo malo en nosotros (cf. Mt 15,19)! Por eso, ha de ser purificado por la luz divina. Así, el Espíritu Santo puede impregnarnos, siempre y cuando vivamos en estado de gracia. Entonces percibimos Su presencia como una clara luz, que nos une más profundamente a Dios. Allí donde esta luz resplandece, choca con la oscuridad de nuestro corazón, y entonces nos invita a abrir esta oscuridad a Su luz.
“Si el Espíritu Santo quiere ejercer Su paternidad espiritual, la respuesta adecuada por parte del hombre es la apertura de su alma, así como la Virgen María la tuvo.”
Llamar al Espíritu Santo con el nombre de “Padre” nos resulta poco común. Pero lo entenderemos si lo consideramos bajo el concepto de “engendrar”, que tan relacionado está con la paternidad. El Espíritu Santo engendra y vivifica. Al reflexionar sobre el término “Padre amoroso del pobre”, se nos viene a la mente una de las bienaventuranzas:
“Dichosos los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos.” (Mt 5,3)
Ayer habíamos concluido con la pregunta de qué significaría el acontecimiento de Pentecostés, y ahora trataremos de encontrar una primera respuesta a ello…
Gracias a la obra redentora de Jesucristo, Dios nos saca del caos del pecado y de la confusión, y nos introduce a la verdadera relación con Él. ¡Ésta es la obra del Espíritu Santo! Es Él quien suscita la verdadera unidad entre los hombres.
A partir de hoy, en las meditaciones diarias iremos desarrollando parte por parte las conferencias del retiro de Pentecostés. Quien quisiera escuchar directamente estas charlas, podrá encontrarlas en el siguiente canal: Elijerusalem
“Ven Espíritu Divino,
manda tu luz desde el cielo,
Padre amoroso del pobre;
don en tus dones espléndido;
luz que penetra las almas.”
Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en un mismo lugar. De repente vino del cielo un ruido como una impetuosa ráfaga de viento, que llenó toda la casa en la que se encontraban. Se les aparecieron unas lenguas como de fuego que se repartieron y se posaron sobre cada uno de ellos. Entonces quedaron llenos del Espíritu Santo y se pusieron a hablar en diversas lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse.