En cierta ocasión, Pedro y Juan subieron al Templo para la oración de la hora de nona. Había allí un hombre tullido desde su nacimiento, al que llevaban y ponían todos los días junto a la puerta del Templo llamada Hermosa, para que pidiera limosna a los que entraban.
Estaba María junto al sepulcro, fuera, llorando. Mientras lloraba se inclinó hacia el sepulcro y vio dos ángeles de blanco, sentados donde había estado el cuerpo de Jesús, uno a la cabecera y otro a los pies. Le preguntaron: “Mujer, ¿por qué lloras?” Ella les respondió: “Porque se han llevado a mi Señor, y no sé dónde lo han puesto.”
Hermanos, quiero traeros a la memoria el Evangelio que os prediqué, que habéis recibido y en el que permanecéis firmes; y el que os salvará, si lo guardáis tal como os lo prediqué. Si no, ¡habríais creído en vano!
El día siguiente al sábado, muy temprano, cuando todavía estaba oscuro, fue María Magdalena al sepulcro y vio quitada la piedra del sepulcro. Entonces echó a correr, llegó hasta donde estaban Simón Pedro y el otro discípulo, el que Jesús amaba, y les dijo: “Se han llevado al Señor del sepulcro y no sabemos dónde lo han puesto.” Salió Pedro con el otro discípulo y fueron al sepulcro. Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corrió más aprisa que Pedro y llegó antes al sepulcro.
Duelo por el Señor; dolor por los hombres, que no han reconocido a su Redentor y lo han crucificado… Duelo de la Madre por el Hijo amado; luto y desconcierto entre los discípulos, que se dicen confundidos: “Nosotros esperábamos que él sería quien redimiera a Israel” (Lc 24,21).
Judas completó su traición y Jesús fue apresado. Esto sucede después de que el Señor, en Getsemaní, había aceptado el sufrimiento de manos de su Padre y había dado su ‘sí’ a todo lo que le esperaba. Un SÍ que tuvo que atravesar la angustia y la agonía; un SÍ, después de haberle pedido al Padre que, si era posible, aquel cáliz pasara sin tener que beberlo (cf. Mt 26,39-44); un SÍ que expresa la entrega incondicional al Padre; un SÍ por amor a nosotros, los hombres.
“Durante la cena, Jesús se levantó de la mesa, se quitó sus vestidos y, tomando una toalla, se la ciñó. Luego echó agua en una palangana y se puso a lavar los pies de los discípulos y a secárselos con la toalla con que estaba ceñido.” (Jn 13,4-5)
Judas Iscariote fue donde los sumos sacerdotes y les dijo: “¿Qué me daréis, si os lo entrego?” Ellos le asignaron treinta monedas de plata. (Mt 26,14-15)
La traición de Dios a cambio del dinero injusto… ¡Cuántas veces se repite esta historia! ¡Cuántas veces las personas se venden a cambio de dinero, de honor, de placeres desordenados, de poder!
“En verdad, en verdad os digo que uno de vosotros me entregará.” (Jn 13,21b)
¡Cuán aterradora es esta afirmación! En ella, se nos muestran las más profundas oscuridades que pueden habitar en el hombre. Traicionar el amor, traicionar al amigo, traicionar al Maestro y Señor…
“María, tomando una libra de perfume de nardo puro muy caro, ungió los pies de Jesús y los secó con sus cabellos.” (Jn 12,3)
¡Qué gesto tan tierno de parte de María se nos muestra en este pasaje! Es una ternura que corresponde al ser de la mujer, y que refleja algo de su belleza y capacidad de entrega. María le ha regalado todo su corazón a Jesús, y cuánto consuelo habrá sido para Él, en medio de tanta hostilidad, el ver aquella alma amante. Algo similar le sucederá en el Viacrucis, cuando Verónica enjuga su rostro.