“MI AMIGO DIVINO” (Parte III)

Lo que aún tengo por deciros es que mi Amigo “manda su luz desde el cielo” y rasga la oscura noche. Eso fue también lo que hizo por mí. Su luz radiante iluminó mi vida y me condujo a Jesús, nuestro Salvador. ¡Nunca podré agradecérselo lo suficiente!

Pero Él no se contenta con iluminarme y guiarme a la salvación a mí, que soy un pobre hombre. Él irradia su luz a este mundo para que todos los hombres reconozcan al Mesías que el Padre Celestial nos envió.

¿Veis cómo es mi Amigo divino?

Es el “Padre amoroso del pobre”, de aquel que lo busca y espera de Dios la salvación; de aquel que no se apoya en sus propias fuerzas, sino que se sabe necesitado de Él. A estos “pobres” los colma de sus dones y quiere iluminar cada corazón con su luz.

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“EL AMOR ETERNO”

«Con amor eterno te he amado, por eso te he prolongado mi misericordia» (Jer 31,3).

Este es el amor del que vivía el pueblo de Israel. Una y otra vez, pudieron experimentar la fidelidad y la compasión del Padre Celestial. Fue este amor el que le movió a enviar a su propio Hijo como Salvador para su Pueblo, para que Él les manifestara su amor y lo hiciera fecundar. Al enviar al Espíritu Santo, llevó todo a la plenitud para que el amor eterno de Dios fuese anunciado a toda la humanidad.

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“MI HIJO SIEMPRE ME TUVO PRESENTE”

 

«Mira a mi Hijo: ¿No me tenía siempre presente? Lo mismo ha de suceder contigo» (Palabra interior).

Debemos imitar a Nuestro Señor Jesucristo en todo, y así seremos introducidos en el Corazón de nuestro Padre Celestial. Si lo intentamos día tras día y volvemos lo antes posible a Jesús en caso de haber perdido el camino, entonces nos resultará cada vez más natural tener la mirada puesta en nuestro Padre Celestial. Sabemos que Jesús no hacía nada sin antes elevar sus ojos al Padre Celestial para actuar en plena conformidad con Él. Santa Juana de Arco lo expresó de este modo: «Todas mis palabras y acciones están en manos de Dios; en todas las cosas espero en Él».

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“MI AMIGO DIVINO” (Parte II)

 

Mi Amigo divino no viene a morar en mí sólo cuando ya he ordenado impecablemente mi casa interior. Antes bien, si se lo pido, Él mismo me ayuda en ello. Él no se arredra ante nada; sino que está dispuesto a mostrarme los rincones sucios que yo ni siquiera sería capaz de descubrir, y Él mismo se pone manos a la obra, pero siempre con una amabilidad encantadora y con gran perseverancia. Y es que Él quiere permanecer para siempre en mi alma y prepararla para la eternidad. Allí estará firme para siempre y nunca más podrá descarrilarse.

Esto representa un trabajo intenso para mi Amigo, y no sería posible en absoluto sin nuestro Salvador, que cargó nuestras culpas y las clavó en la Cruz (1Pe 2,24). ¡Qué bueno que Él sea un Amigo divino y que nunca se canse! Espero no ponérselo demasiado difícil. ¡Cuánto quisiera escucharle y obedecerle como lo hacen los santos ángeles!

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“MI AMIGO DIVINO” (Parte I)

Quiero hablaros de mi Amigo divino, porque Él es tan bueno conmigo que realmente tengo que compartirlo con vosotros. No es que piense que vosotros no lo conocéis y que es exclusivamente Amigo mío. ¡Por supuesto que no! Pero, si os hablo de Él, tal vez lo conozcáis un poco mejor. En efecto, cuanto más escuchemos hablar de Él y cuanto más tiempo pasemos con Él, mejor lo conoceremos.

Nunca nos cansaremos de estar con Él y siempre será una alegría encontrarnos con Él.

Éste mi amigo divino es muy fuerte, pero también reservado. Él no se impone, pero está siempre presto si tan sólo lo invocamos y le pedimos que venga. Él no titubea.

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“EL PROVECHO DE UNA ADVERSIDAD”

 

«Una adversidad puede hacerte un bien mayor que mil alegrías» (San Buenaventura).

Podemos llegar a entender estas palabras si las consideramos desde la perspectiva sobrenatural. Una de las lecciones más difíciles de la vida espiritual es aprovechar las tribulaciones y cruces que nuestro Padre permite que nos sobrevengan para acercarnos más profundamente a Él. Un proverbio alemán dice con acierto: «La adversidad enseña a orar». Esta sola constatación ya puede ayudarnos a comprender que Dios ha permitido tal o cual dificultad para que nos volvamos a Él.

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DOMINGO DE PENTECOSTÉS: “Pentecostés: el gran suceso”

¡Ahora has descendido, Amado Espíritu Santo! En esta ocasión, llegaste en la tormenta, en una “impetuosa ráfaga de viento” (cf. Hch 2,2); y no en una “suave brisa” como cuando te manifestaste a tu amigo, el Profeta Elías (cf. 1Re 19,11-13). A él te mostraste más escondida y suavemente, así como sueles actuar en las almas de aquellos que te dejan entrar. Pero hoy, en el acontecimiento de Pentecostés, fue distinto… ¡Cuán maravilloso y convincente fue tu actuar! Los apóstoles hablaban y anunciaban en su propia lengua; pero todos los allí presentes los entendían cada cual en su propio idioma.

“Al producirse aquel ruido, la gente se congregó y se llenó de estupor porque cada uno les oía hablar en su propia lengua. Estupefactos y admirados, decían: ‘¿Acaso no son galileos todos estos que están hablando? Pues ¿cómo cada uno de nosotros les oímos en nuestra propia lengua nativa? Aquí estamos partos, medos y elamitas; hay habitantes de Mesopotamia, Judea, Capadocia, el Ponto, Asia, Frigia, Panfilia, Egipto y la parte de Libia fronteriza con Cirene; también están los romanos residentes aquí, tanto judíos como prosélitos, cretenses y árabes. ¿Cómo es posible que les oigamos proclamar en nuestras lenguas las maravillas de Dios?’” (Hch 2,6-11)

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“EL CONSEJO DE SAN FRANCISCO”

«No tenemos que hacer nada más que esforzarnos sinceramente por cumplir la voluntad de Dios y agradarle en todo» (San Francisco de Asís).

Así de sencillo es lo que nos recomienda san Francisco de Asís, tal y como él mismo lo vivió. Este consejo se corresponde con la exhortación de Nuestro Señor: “Buscad primero el Reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas se os añadirán” (Mt 6,33).

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“LA MAYOR DICHA”

 

«La mayor dicha en la vida es la convicción de saberse amado» (Santo Domingo de Guzmán).

Todos los hombres podrían tener parte en esta dicha, aun si sus circunstancias de vida son difíciles. Realmente es así, pues Dios ama a todos los hombres. En esta certeza radica la mayor dicha para toda criatura. Nadie está excluido de ella, y nuestro Padre Celestial invita a todos los hombres a conocer su amor y a vivir en él.

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PREPARACIÓN PARA PENTECOSTÉS: “El pueblo de Dios”    

“Reparte tus siete dones, según la fe de tus siervos;
por tu bondad y gracia, dale al esfuerzo su mérito;
salva al que busca salvarse y danos tu gozo eterno.”

Los siervos de Dios, el pueblo de Dios… ¿Quién forma parte de él? Desde el punto de vista de la vocación, todos los hombres pertenecen al pueblo de Dios, pues Él quiere que todos se salven (1Tim 2,4). Por eso envió a su propio Hijo al mundo, para que conduzca a los hombres de regreso a casa, convirtiéndolos en hijos suyos.

Sin embargo, hay una diferencia decisiva entre aquellos que acogen este llamado y viven de acuerdo a él y aquellos que pasan de largo ante la invitación del Señor.

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