Mt 5,1-12
Al ver Jesús a las multitudes, subió al monte; se sentó y se le acercaron sus discípulos; y abriendo su boca les enseñaba diciendo: “Bienaventurados los pobres de espíritu, porque suyo es el Reino de los Cielos.”
Mt 5,1-12
Al ver Jesús a las multitudes, subió al monte; se sentó y se le acercaron sus discípulos; y abriendo su boca les enseñaba diciendo: “Bienaventurados los pobres de espíritu, porque suyo es el Reino de los Cielos.”
Conocer, honrar y amar al Padre…
Es necesario que sepamos percibir en nuestra vida diaria la amorosa atención y delicadeza de Dios para con nosotros. Cuando nos sabemos amados por una persona, notamos con gratitud hasta sus más mínimos y a veces insignificantes gestos de amor. Éstos nos hablan de aquella persona, de modo que, al percibirlos, aprendemos a conocerla mejor. Con el paso del tiempo, quizá podamos entender que sus detalles para con nosotros no son sólo gestos transitorios o esporádicos; sino que brotan del corazón de aquella persona.
Mt 9,9-13
En aquel tiempo, vio Jesús al pasar a un hombre llamado Mateo, sentado en el despacho de impuestos, y le dijo: “Sígueme”. Él se levantó y le siguió. En cierta ocasión, estando él a la mesa en la casa, vinieron muchos publicanos y pecadores, que se sentaron a la mesa con Jesús y sus discípulos. Al verlo los fariseos, dijeron a los discípulos: “¿Por qué come vuestro maestro con los publicanos y pecadores?” Mas él, al oírlo, dijo: “No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos. Id y aprended qué sentido tiene: ‘Misericordia quiero y no sacrificio’; porque no he venido a llamar a los justos sino a los pecadores.”
Conocer, honrar y amar al Padre…
En el Mensaje a la Madre Eugenia Ravasio, que ha desempeñado un papel esencial para que surgieran estos “3 minutos para Abbá”, el Padre nos invita repetidas veces a conocerle, honrarle y amarle. Si lo hacemos, Él podrá concedernos cada vez más todo aquello que nos tiene preparado.
Mc 12,38-44
En aquel tiempo, entre lo que enseñaba Jesús a la gente, dijo: “Guardaos de los escribas, que gustan pasear con amplio ropaje, ser saludados en las plazas, ocupar los primeros asientos en las sinagogas y los primeros puestos en los banquetes; y que devoran la hacienda de las viudas so capa de largas oraciones. Ésos tendrán una sentencia más rigurosa.”
“Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Sal 22,1).
Estas son las palabras del salmo 22 que Jesús pronuncia poco antes de expirar.
Nuestro Padre jamás lo abandonó, pero, puesto que Jesús cargó todo el pecado de este mundo y lo clavó en la Cruz, Dios permitió que experimentara “en carne propia” todo el peso del alejamiento de Dios, ese terrible estado interior de verse excluido del amor y de la verdadera vida, “como los caídos que yacen en el sepulcro” (Sal 87,6).
Mc 12,35-37
En aquel tiempo, mientras enseñaba en el templo, Jesús preguntó: “¿Cómo es que dicen los escribas que el Cristo es hijo de David? El mismo David, movido por el Espíritu Santo, ha dicho: ‘Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi derecha, hasta que ponga a tus enemigos bajo tus pies’. El mismo David le llama ‘Señor’. Entonces, ¿cómo va a ser hijo suyo?” Y una inmensa muchedumbre le escuchaba con gusto.
“Hijo mío, Yo soy tu Padre. Confía en mí sin límites, porque te amo, y amo especialmente a aquellos que quieren asemejarse a mi Hijo” (Palabra interior).
Nuestro Padre Celestial nos invita a una confianza sin límites.
Confiar sin límites significa abandonarnos a Dios con toda nuestra existencia, sabiendo que nunca será un error confiar así en Él. Es evidente que el Padre se complace sobremanera en esta confianza, porque entonces nos tomamos en serio su amor y abrimos las puertas para que Él pueda concedérnoslo. Por supuesto que la confianza no es ligereza o temeridad; sino la entrega del corazón.
Jn 6,51-58
Jesús dijo a los judíos: “Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo le voy a dar es mi carne, para vida del mundo.”
Hoy quiero compartiros un extracto de una palabra interior que recibí en oración en el año 1984.
“Buscad mi Rostro y permaneced en silencio ante él, para que pueda penetraros. Mi Rostro vuelve a dar un rostro a este mundo. Ha de atravesar las tinieblas e imprimir mis rasgos en el mundo. Buscad mi Rostro amoroso, sufriente y santo.