“¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está, infierno, tu aguijón?” (1Cor 15,55).
Podemos exclamarlo llenos de júbilo en este día, el día en que la Iglesia proclama la Resurrección del Hijo de Dios: ¡El Señor ha resucitado! ¡Verdaderamente ha resucitado!
María Magdalena, queriendo mostrarle su amor al Señor aun en la muerte, corre al sepulcro antes de que el día amanezca.
“Se han llevado al Señor del sepulcro y no sabemos dónde lo han puesto” (Jn 20,2) –exclama con dolor, al descubrir que la piedra del sepulcro había sido removida. ¿Es que ni siquiera se deja en paz a los difuntos? ¿Dónde está su Señor?
“Si digo: ‘que al menos la tiniebla me encubra, que la luz se haga noche en torno a mí, ni la tiniebla es oscura para ti, la noche es clara como el día” (Sal 138,8).
No hay nada que no pueda ser iluminado por la luz de Dios.
Duelo por el Señor; dolor por los hombres, que no han reconocido a su Redentor y lo han crucificado… Duelo de la Madre por el Hijo amado; luto y desconcierto entre los discípulos, que se dicen confundidos: “Nosotros esperábamos que él sería quien redimiera a Israel” (Lc 24,21).
Pero el Señor descendió a los infiernos, donde aquellos que aún estaban a la espera de la Redención, y también a ellos los colmó con su amor.
“’Todo está consumado.’ E inclinando la cabeza, entregó el espíritu” (Jn 19,30).
Hoy, junto con el Padre Celestial y todos los fieles, nuestra mirada se posa en la Cruz de la que pendió el amado Hijo. Allí, en la Cruz erigida sobre el Calvario, fue quebrantado el poder del mal por el amor manifiesto de Dios. Es el Padre quien nos concede la verdadera vida a través del sacrificio de su Hijo; una nueva vida, que ya no tiene que esconderse de Dios a causa de sus culpas. “Él mismo cargó nuestros pecados en su cuerpo” (1Pe 2,24), y hemos sido liberados. ¡Hoy es el gran viernes, el viernes santo! Dios, el Bueno, todo lo ha hecho bien (cf. Mc 7,37).
Judas consumó su traición y Jesús es apresado. Esto acontece después de que el Señor, en Getsemaní, había aceptado el sufrimiento de manos de su Padre y había dado su ‘sí’ a todo lo que tenía por delante.
Un SÍ que tuvo que atravesar la angustia y la agonía; un SÍ, después de haberle pedido a su Padre que, si era posible, aquel cáliz pasara sin tener que beberlo (cf. Mt 26,39-44); un SÍ que expresa la entrega incondicional al Padre; un SÍ por amor a nosotros, los hombres.
“¡Abbá, Padre! Todo te es posible, aparta de mí este cáliz; pero que no sea lo que yo quiero, sino lo que quieres tú” (Mc 14,36).
Estas palabras de Jesús han quedado profundamente marcadas en todos aquellos que han sabido aceptar un sufrimiento de manos del Padre. No es fácil reconocer en ellos su amor paternal, menos aún cuando se trata de sufrimientos que no hemos atraído por nuestra propia culpa. La persona puede encontrarse sumida en una profunda oscuridad y sólo la fe desnuda le ayuda a atravesar aquella situación: la fe en el amor del Padre.
Durante la cena, Jesús se levantó de la mesa, se quitó sus vestidos y, tomando una toalla, se la ciñó. Luego echó agua en una palangana y se puso a lavar los pies de los discípulos y a secárselos con la toalla con que estaba ceñido. (Jn 13,4-5)
¡Cuán grande amor se nos manifiesta en este día! ¡Con qué gestos tan extraordinarios nos encontramos! El Señor del cielo y de la tierra lava los pies de sus discípulos, revelándoles así más profundamente en qué consiste su seguimiento: se trata de servir. Dios mismo, en su infinito amor, sirve al hombre; y a nosotros nos llama a vivir en este mismo servicio.
“Yo vivo cerca del hombre (…). Yo veo sus necesidades, sus penas, todos sus deseos; y mi mayor felicidad está en ayudarle y salvarlo” (Mensaje del Padre a Sor Eugenia Ravasio).
Hoy nos fijamos en otro aspecto que hace feliz al Padre. Hace dos días habíamos meditado su alegría al estar entre nosotros; hoy consideramos su felicidad tierna y paternal al asistirnos en todas las situaciones, al hacernos bien y cuidar de los que ama.
Judas Iscariote fue donde los sumos sacerdotes y les dijo: “¿Qué me daréis, si os lo entrego?” Ellos le asignaron treinta monedas de plata. (Mt 26,14-15)
La traición de Dios a cambio del dinero injusto… ¡Cuántas veces se repite esta historia! ¡Cuántas veces las personas se venden a precio de dinero, de honor, de placeres desordenados, de poder!