“Fiado en ti, fuerzo el cerco,
con mi Dios asalto la muralla” (Sal 17,30).
Nuestro Padre nos da la valentía de hacer grandes cosas con Él. No pocas veces se levantan “cercos y murallas” en el camino de seguimiento del Señor, que quieren desanimarnos: obstáculos que parecen insuperables, una dificultad tras otra, contrariedades y quizá incluso enemistades concretas.
Amado Espíritu Santo, con la meditación de hoy concluimos esta preparación para la gran Fiesta de tu descenso. ¡Que todos tus frutos crezcan y maduren en nosotros, para que podamos glorificar a Aquél de quien todo procede y dar testimonio de ti en el mundo!
Nuestro amado Padre quiere morar en nuestras almas y edificar en ellas su templo. Así como San Pablo nos dice, estamos llamados a ser templo del Espíritu Santo (1Cor 6,9). Entonces, no son solamente las majestuosas y hermosas catedrales donde el Señor mora en el Sagrario; sino que en todo momento y en todo lugar podemos encontrarlo en nuestro propio corazón, que se convierte en tabernáculo de su gracia. Así habla el Padre en el Mensaje con respecto a la acción del Espíritu Santo:
Amado Espíritu Santo, Tú quieres que vivamos en fidelidad, y eso en una época en que la infidelidad parece haberse convertido en un estilo de vida. Será un arduo trabajo que tendrás que realizar, porque muchas personas ya no comprenden el sentido de la fidelidad, sea en el matrimonio, en las promesas hechas o incluso en los votos religiosos… A menudo tenemos que volver a aprender lo que significa la fidelidad, la responsabilidad, la constancia, la estabilidad…
“¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su propia alma?” (Mt 16,26)
A través de los cuatro primeros dones (el de temor, piedad, fortaleza y consejo), el Espíritu Santo guía sobre todo nuestra vida moral. En cambio, a través de los tres últimos dones (ciencia, entendimiento y sabiduría), Él conduce directamente nuestra vida sobrenatural; es decir, nuestra vida centrada en Dios.
Los cuatro primeros dones llevan a su perfección a las virtudes cardinales; los últimos tres, en cambio, completan las virtudes teologales. Estos tres últimos dones se relacionan con la contemplación, con la vida de oración, con la unificación con Dios.
En nuestro camino de seguimiento de Cristo, estamos expuestos a la tentación de dejarnos llevar por la atracción de las criaturas, cayendo en un apego desordenado a ellas. Y es que para nosotros, que somos seres “sensitivos”, no es fácil soportar la invisibilidad de Dios. Por eso nos resulta difícil permanecer en la relación correcta con el mundo visible y saber lidiar con su fuerza de atracción.
Gracias a la Sagrada Escritura –en especial al libro de Eclesiastés–, sabemos en teoría cuán pasajeras y vanas son las cosas creadas (Ecl 1,2-10). Sin embargo, este conocimiento no logra penetrar nuestro interior. Sigue siendo un conocimiento de fe, que tratamos de aplicar a través de la ascesis; pero a la larga esta respuesta no es suficiente.
El don de ciencia, por su parte, nos permite experimentar la nada de las criaturas con tal claridad que ya no nos cabe duda alguna. A través del Espíritu Santo reconocemos la imperfección y transitoriedad de las criaturas. Al mismo tiempo, nos empuja a poner toda nuestra esperanza en el Señor. ¡Nuestro corazón ha de cimentarse en Dios sin vacilar!
A través de este don, el Espíritu Santo también nos hace notar nuestra vanidad aun en sus más sutiles manifestaciones: en las pequeñas satisfacciones del amor propio; en la más mínima autocomplacencia; en los sutiles intentos de ganarnos la simpatía y el reconocimiento de los demás…
Bajo el influjo del don de ciencia, aprendemos con toda claridad que lo esencial es adherirnos a Dios; y que todo lo demás es secundario. Así surge en nuestra vida una clara jerarquía de las cosas. Aprendemos a mirar este mundo desde la perspectiva de Dios. Una vez que lo hayamos conseguido, las criaturas ya no serán un obstáculo en el camino hacia Dios, sino que incluso podrán ser un puente hacia Él, pues en ellas reconoceremos las obras de sus manos.
Además, el don de ciencia nos ayudará a sobrellevar los sufrimientos presentes y a no dejarnos engullir por ellos, considerándolos como poca cosa en comparación a la bienaventuranza eterna.
El don de ciencia también le enseña al alma a conocerse a sí misma. Ella impregna toda la vida, y permite reconocer la guía de Dios en todas las circunstancias. Cada vez reluce con más claridad el plan que Dios tuvo para nuestra vida, de manera que encontramos nuestra identidad más profunda y reconocemos la tarea que nos corresponde cumplir en este mundo.
Bajo el influjo del espíritu de ciencia, la Sagrada Escritura habla más vivamente al alma y ella descubre cada vez más profundamente su sentido… El alma aprende a conocer cada vez mejor el Corazón de su Redentor desde dentro, y quiere guiar a los demás a un más profundo seguimiento de Cristo y trabajar con todas sus fuerzas por la salvación de las almas.
Entonces, el don de ciencia nos hace conocer interiormente la nada de las criaturas. Así, ya no se buscará la felicidad y la satisfacción en las cosas creadas; sino solamente en Dios. En este sentido, una Santa Teresa de Ávila decía: “Sólo Dios basta”.
“Os daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un espíritu nuevo, quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne” (Ez 36,26).
¡Lo que está en juego es el corazón del hombre! ¿A quién le pertenece?
¡Qué adorno tan precioso es un alma modesta, oh Espíritu Santo; un alma en la que habita este fruto tuyo! Se ha refrenado en ella la apetencia desordenada y ha llegado a la calma. No piensa constantemente en sí misma, y se contenta fácilmente con lo que recibe.
“Mientras permanezcas en mi corazón, estarás bajo mi protección divina. Aunque los poderes de las tinieblas se subleven, nada alcanzarán” (Palabra interior).
Nuestro Padre nos ofrece su Corazón como refugio, pues contra Él nada pueden lograr los poderes de las tinieblas. Éstos atacan al hombre para confundirlo y, de ser posible, arrebatarle la gracia. Pero, si permanecemos en el Corazón de Dios, sus esfuerzos serán en vano.
Espíritu Santo, con los dones que Tú infundes en nuestra alma, quieres hacer surgir todos aquellos frutos sobre los cuales estamos meditando en estos días previos a la Fiesta de tu descenso. Son verdaderos frutos que hacen resplandecer nuestra vida, son expresión de tu amor y nos ayudan a nosotros, los hombres, a tratarnos los unos a los otros así como Jesús quiso:
“Jesús le dijo a Pedro: ‘Envaina tu espada. ¿Acaso no voy a beber el cáliz que el Padre me ha dado?’” (Jn 18,11).
¿Acaso no podemos comprender la reacción de Pedro? En el huerto de Getsemaní, tuvo que ver con sus propios ojos cómo apresaban a su amado Maestro. ¿No debería defenderlo? ¿No estaría demostrándole así a Jesús su amor, su fidelidad y también su valentía?