“TUS JUICIOS SON VERDADEROS Y JUSTOS” 

“Después oí como la fuerte voz de una inmensa muchedumbre en el cielo, que decía: ‘¡Aleluya! ¡La salvación, la gloria y el poder son de nuestro Dios; sus juicios son verdaderos y justos, pues condenó a la gran ramera, que corrompía la tierra con su prostitución!’” (Ap 19,1-2).

La alabanza de la justicia divina forma parte del honor que queremos rendir a nuestro Padre, porque Él se glorifica también cuando hace prevalecer la justicia.

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LOS VENCEDORES SOBRE LA BESTIA 

“Vi a otro ángel (…) diciendo con voz fuerte: ‘Temed a Dios y dadle gloria, porque ha llegado la hora de su juicio. Adorad al que hizo el cielo y la tierra, el mar y las fuentes de las aguas’.” (Ap 14,6-7).

En el capítulo 14 de la Revelación de San Juan, el ángel anuncia la hora del juicio y nos exhorta a temer a nuestro Padre Celestial, a honrarlo y a adorarlo. En efecto, la primera y más noble tarea del hombre es rendir honor y adoración a Dios. Para ello fue creado. Si no lo hace, está fallando a su destinación más profunda.

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Un elogio a Elías y Eliseo

Eclo 48,1-15

Entonces surgió el profeta Elías como un fuego, su palabra quemaba como antorcha. Él atrajo sobre ellos el hambre y con su celo los diezmó. Por la palabra del Señor cerró los cielos, e hizo también caer fuego tres veces. ¡Qué glorioso fuiste, Elías, con tus portentos!, ¿quién puede vanagloriarse de ser como tú? Tú que despertaste a un cadáver de la muerte y del abismo, por la palabra del Altísimo; que hiciste caer a reyes en la ruina, y a hombres insignes fuera de su lecho; oíste en el Sinaí la reprensión, y en el Horeb los decretos de castigo; ungiste reyes para tomar venganza, y profetas para ser tus sucesores; en torbellino de fuego fuiste arrebatado, en carro de caballos ígneos; fuiste designado en los reproches futuros, para calmar la ira antes que estallara, para hacer volver el corazón de los padres a los hijos, y restablecer las tribus de Jacob.

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EL NOBLE COMBATE 

“Libra el noble combate confiando infinitamente en mí” (Palabra interior).

Nuestro Padre no nos exime del combate que inevitablemente tenemos que librar durante nuestra vida terrena. Éste hace parte de nuestra condición caída como seres humanos. Al mismo tiempo que tenemos que aspirar lo bueno, debemos también defendernos de los enemigos, tanto de dentro como de fuera, que quieren apartarnos de nuestro camino de seguimiento de Cristo.

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Un corazón ardiente

Is 48,17-19

Esto dice el Señor, tu Redentor, el Santo de Israel: “Yo soy el Señor, tu Dios, te instruyo en lo que es provechoso, te marco el camino que has de seguir. ¡Si hubieras seguido mis mandatos, tu plenitud habría sido como un río, tu prosperidad como las olas del mar! ¡Tu descendencia sería como la arena, el fruto de tu vientre como sus granos! ¡Nunca será arrancado ni borrado de mi presencia su nombre!”

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DEJAR A NUESTRO PADRE EJERCER SU PATERNIDAD

¡No me neguéis esta alegría que deseo gustar en medio de vosotros! Yo os lo devolveré al ciento por uno, y así como vosotros me honraréis, también yo os honraré, preparándoos una gran gloria en mi Reino” (Mensaje del Padre a Sor Eugenia Ravasio).

Es tan fácil alegrar a nuestro Padre Celestial y vivir así nosotros mismos en alegría. Además, es lo que corresponde a nuestra destinación más profunda: vivir simplemente como sus amados hijos y abrirle siempre a nuestro Padre las puertas de nuestro corazón, para que pueda entrar y permanecer allí en todo momento.

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Los violentos conquistan el Reino de los Cielos

Mt 11,7b.11-15

En aquel tiempo, Jesús se puso a hablar de Juan a la gente: “En verdad os digo que no ha surgido entre los nacidos de mujer nadie mayor que Juan el Bautista; pero el más pequeño en el Reino de los Cielos es mayor que él. Desde los días de Juan el Bautista hasta ahora, el Reino de los Cielos padece violencia, y los violentos lo conquistan. Porque todos los Profetas y la Ley profetizaron hasta Juan. Y si queréis comprenderlo, él es Elías, el que va a venir. El que tenga oídos, que oiga.”

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EL PEQUEÑO PARAÍSO

“Habiendo comprendido cuál es el lugar de mi reposo, ¿no querréis dármelo? Yo soy vuestro Padre y vuestro Dios… ¿Os atreveríais a negarme esto? ¡Oh! ¡No me hagáis sufrir por vuestra crueldad frente a un Padre que os pide esta única gracia!”(Mensaje del Padre a Sor Eugenia Ravasio).

¡Hasta qué punto nuestro Padre se abaja a nosotros! ¿Quién puede permanecer indiferente al escuchar estas palabras? El Padre Celestial, el Creador de todo cuanto existe, no escatima esfuerzos para rescatarnos de nuestro extravío. Él pide nuestro amor, quiere habitar en nosotros y encontrar su reposo en nuestras almas. ¿Por qué? Porque nos ama y quiere concedernos todo lo que nos tiene preparado, y no quiere que nos perdamos.

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Santa Lucía: portadora de luz

En medio del Adviento, resplandece una brillante luz: es una virgen prudente cuyo solo nombre –y aún más su testimonio– proclama al Señor. Es Santa Lucía, la “portadora de luz”. Ella fue una de esas maravillosas vírgenes que dieron su vida por Cristo sin vacilar. Al igual que Santa Águeda, Santa Inés, Santa Catalina de Alejandría y tantas otras, Lucía se había desposado con un solo hombre: Cristo. Esta santa también tiene el honor de ser mencionada día a día en el canon de la Santa Misa.

Lucía nació y creció en el seno de una familia noble y adinerada en Siracusa. Su padre murió cuando ella tenía apenas 5 años. Su madre quiso casarla con un joven pagano. Sin embargo, el amor de Lucía hacia Jesús era ya tan grande que quería pertenecerle sólo a Él. Por ello, retrasaba cada vez más el desposorio. Cuando su madre cayó gravemente enferma, peregrinó junto con Lucía a la tumba de Santa Águeda. Y, efectivamente, allí quedó curada de su enfermedad. Estando ante el sepulcro de la santa, Lucía tuvo un sueño en el cual escuchó la voz de Águeda, que le decía las siguientes palabras:

SANTA ÁGUEDA: ¡Hermana mía, virgen piadosa! ¿Por qué me pedís algo que vos misma podéis conseguir? Vuestra fe ha ayudado ya a vuestra madre; ella ha sido curada. Pero habéis de saber que, así como la ciudad de Catania fue glorificada por Cristo a través de mí, la ciudad de Siracusa será honrada por medio de vos, pues, por medio de vuestro voto de virginidad, habéis preparado una morada nupcial en vuestro corazón para el Señor Jesús.

Rebosante de alegría por la curación de su madre, Lucía vio que había llegado el momento oportuno para contarle el secreto de su promesa a Jesús.

LUCÍA: “Querida madre, os ruego que ya no me sigáis hablando de un esposo terrenal ni esperéis de mi vientre un fruto mortal, pues Cristo es mi prometido. Lo que queríais darme como dote para un esposo terrenal, dádmelo para desposarme con mi Señor Jesús.”

EUTIQUIA: “Todo lo que tu difunto padre te dejó como herencia, yo lo he custodiado e incluso aumentado. Ya sabes lo que poseo. Espera hasta mi muerte y luego dispón de tu herencia como bien te parezca.”

LUCÍA: “Oh madre, no habléis así. No es grato a Dios quien da después de su muerte aquello que igual ya no podrá llevarse ni disfrutar. Por eso, dad a Dios lo que es vuestro mientras viváis; dadle aquello que habéis prometido darme.”

Su madre le cumplió el deseo y Lucía entregó toda su dote a los pobres. Cuando el joven a quien ella había sido prometida se enteró de que había perdido tanto a Lucía como a su considerable fortuna, la denunció ante el prefecto Pascasio por ser cristiana y por despreciar a los dioses. Entonces el prefecto le exigió ofrecer sacrificio a los dioses.

LUCÍA:  “El sacrificio puro e intachable ante Dios Padre es éste: visitar a los huérfanos y a las viudas en su tribulación y guardarse incontaminado de este mundo” (St 1,27). Desde hace tres años no hecho otra cosa que ofrecer sacrificio al Dios vivo. Puesto que ahora no me queda nada más que ofrecerle, me entrego a mí misma como sacrificio a Dios. ¡Que Él haga con éste Su sacrificio lo que le sea grato!”

PREFECTO PASCASIO: “¡Obedece a los emperadores y sacrifica a los dioses!”

LUCÍA:  “Vos os fijáis en el mandato de los emperadores; yo, en cambio, en la Ley de Dios. Vos teméis al Emperador; yo temo a Dios. Vos no queréis irritar al Emperador; yo no quiero encolerizar a mi Dios. Vos queréis agradar al Emperador; yo quiero agradar a mi Dios. Haced, por tanto, lo que os parezca bien; yo, por mi parte, haré lo que sirva a mi salvación.”

El interrogatorio se prolongó durante un buen tiempo, hasta que Lucía habló del Espíritu Santo y le dijo al prefecto:

LUCÍA: “Quien vive casta y puramente, es un Templo del Espíritu Santo”.

Entonces Pascasio la amenazó con llevarla a un burdel, para que el Espíritu Santo se apartase de ella. Pero Lucía respondió:

LUCÍA: “El cuerpo no se vuelve impuro mientras no se consienta con la voluntad. Por eso, aunque pretendas quitarme a fuerza la pureza, no podrás coaccionar mi voluntad a consentir. Así, me será otorgada una doble recompensa por mi pureza virginal.”

El prefecto Pascasio se enfureció, pero sus esbirros no pudieron mover a Lucía de su lugar. Según relata la “Leyenda Dorada”, en su ciega furia el prefecto mandó traer mil hombres y bueyes para trasladarla a un burdel. Pero nadie fue capaz de mover a la doncella; tampoco los hechiceros que habían sido llamados para este propósito.

Se cuentan también otros milagros que sucedieron sobre cómo Lucía superó las torturas y fortaleció a los cristianos, hasta que finalmente le clavaron una espada en el cuello. Pero incluso entonces no murió de inmediato, sino que permaneció con vida hasta que un sacerdote le trajo la santa comunión, el Cuerpo del Señor.

En nuestros tiempos, también necesitamos la valentía de permanecer fieles a la santa fe y de no negar a Cristo bajo ninguna circunstancia. Los mártires no hacían ningún tipo de compromisos, ni retiradas, ni relativizaciones… Su ejemplo los mantiene para siempre en alto, como aquellos que, con la gracia de Dios, combatieron el noble combate y salieron victoriosos (cf. 2Tim 4,7). Es imposible pasar de largo ante el ejemplo que nos dejaron, pues en ellos resplandece el Señor mismo.

Pero no son sólo un modelo a seguir; sino que son también nuestros hermanos en el cielo, que están siempre dispuestos a levantarnos a los débiles. Ciertamente el martirio cruento no está previsto para cada persona, pero todo aquel que siga sinceramente al Señor está llamado a permanecerle fiel hasta la muerte (Ap 2,10), cada cual en el sitio donde Dios lo haya colocado.

Santa Lucía se entregó al Señor siendo aún muy joven, repartió sus riquezas a los pobres y mostró su amor a Jesús hasta la muerte.

Ruega por nosotros, Santa Lucía, para que también en nuestra vida resplandezca la luz del Señor y para que nunca lo neguemos.

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