“QUÉDATE CONMIGO; YO TE AMO”

“¡Quédate conmigo; Yo te amo! – ¡Quédate conmigo; Yo te guardo! – ¡Quédate conmigo, Yo te guío! ¡Yo soy tu Padre!” (Palabra interior).

¡Qué invitación nos dirige nuestro Padre Celestial! Y no se aplica solamente al breve tiempo de nuestra existencia terrena; sino que permanece vigente siempre y nos llevará de gloria en gloria en la eternidad:

“Ahora vemos como en un espejo, borrosamente; entonces veremos cara a cara. Ahora conozco de modo imperfecto, entonces conoceré como soy conocido” (1Cor 13,12).

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Martes de la Octava de Pascua: “El pequeño rebaño”

Aunque nos encontramos en la Octava de Pascua, durante la cual normalmente no se celebran las fiestas de los santos, quiero hoy centrarme en la figura de San Francisco de Paula. Si alguien prefiere escuchar una meditación correspondiente a la lectura y al evangelio del martes de la Octava de Pascua, puede encontrarla en los siguientes enlaces:

Meditación sobre la lectura del día: http://es.elijamission.net/autenticas-conversiones/#more-8339

Meditación sobre el evangelio del día: http://es.elijamission.net/jesus-se-aparece-a-maria-magdalena-3/#more-11135

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“MI AMOR ES MÁS FUERTE QUE TUS DEBILIDADES”

Antes de entrar en materia, me gustaría decir unas breves palabras sobre nuestra misión: Harpa Dei y yo hemos regresado sanos y salvos de un fructífero viaje apostólico en Brasil y Argentina. Aprovecho la oportunidad para agradecer las oraciones de todos aquellos que siguen diariamente los “3 Minutos para Abbá”. Fue una alegría encontrarme en ambos países con personas que escuchan frecuentemente estas meditaciones. Espero que, en el futuro, se difundan aún más para la gloria de nuestro Padre Celestial y para el bien de las almas. El próximo paso sería empezar a traducirlas también al francés.

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Lunes de la Octava de Pascua: “El anuncio intrépido”

Hch 2,14.22-33

El día de Pentecostés, Pedro se presentó con los Once, levantó la voz y les dijo: “Israelitas, escuchad estas palabras: Jesús Nazareno, hombre acreditado por Dios ante vosotros con milagros, prodigios y signos que Dios realizó entre vosotros por medio de él, como vosotros mismos sabéis, fue entregado según el determinado designio y previo conocimiento de Dios. Vosotros lo matasteis clavándole en la cruz por mano de unos impíos. Pero Dios lo resucitó, librándolo de los lazos del Hades, pues no era posible que lo retuviera bajo su dominio; porque David dice refiriéndose a él: ‘Veía constantemente al Señor delante de mí, puesto que está a mi derecha para que no vacile. Por eso se ha alegrado mi corazón y alborozado mi lengua, y hasta mi carne reposará, en la esperanza de que no abandonarás mi vida en el Hades ni permitirás que tu santo experimente la corrupción. Me has enseñado senderos de vida, me saciarás de gozo con tu presencia.’ Hermanos, permitidme que os diga con toda franqueza que el patriarca David murió y fue sepultado, y su tumba se ha conservado entre nosotros hasta el presente. Pero como él era profeta y sabía que Dios le había asegurado, bajo juramento, que se sentaría en su trono uno de su linaje, vio el futuro y habló de la Resurrección de Cristo, que ni fue abandonado en el Hades ni su carne experimentó la corrupción. Dios resucitó a este Jesús; todos nosotros somos testigos de ello. Así pues, exaltado a la diestra de Dios, ha recibido del Padre el Espíritu Santo prometido y lo ha derramado; esto es lo que vosotros veis y oís en este momento”.

Vemos a un Apóstol Pedro fortalecido por el Espíritu Santo, anunciando intrépidamente el mensaje del Señor, la Buena Nueva de Su Resurrección. Podemos notar un cambio en Pedro, pues sin duda él estaba consciente de que los enemigos de Jesús –los responsables de su muerte– de ningún modo habían cambiado de parecer ni se habían convertido en dóciles y atentos oyentes del mensaje del Señor. Pero la intrepidez, que es un signo del espíritu de fortaleza, está consciente de su compromiso para con la verdad y la misión recibida, aunque le implique peligros.

En el pasaje que hoy hemos escuchado, Pedro pone el suceso de la Resurrección del Señor en contexto con los acontecimientos y profecías de la Escritura. En su iluminado discurso, a través del cual han de ser tocados los corazones de los oyentes, Dios quiere dar a entender a los israelitas, por medio de Su Apóstol, que lo que está sucediendo ante sus ojos es el cumplimiento de las promesas; quiere darles a entender que están siendo testigos del cumplimiento de Su plan salvífico y mostrarles cómo estos iletrados apóstoles pueden anunciar la verdad en Su fuerza.

Pedro se dirige a sus oyentes con estas palabras: “Hermanos, permitidme que os diga con toda franqueza…”  Y esta franqueza se asemeja a la intrepidez. Al “hablar con franqueza”, el Apóstol se sabe comprometido únicamente con la verdad, y está consciente de que no puede dejarse intimidar ni por sus propios temores ni por las amenazas que le vengan de fuera. Él escucha al Espíritu Santo, quien le revela el plan de salvación de Dios, le da la luz para comprenderlo y la fuerza para anunciarlo con autoridad.

Hoy sigue siendo necesario anunciar el evangelio con intrepidez, sin dejarse intimidar por el ambiente cada vez más anticristiano en que vivimos, ni por la así llamada ‘corrección política’, que pretende imponernos lo que hemos de pensar y decir.

Esto cuenta también para la Iglesia, en caso de que exista la tendencia de ya no señalar al pecado por su nombre y de sacrificar la verdad en pro de una falsa misericordia; o si se hacen recortes en el mensaje de la salvación, que está destinado para todas las personas; o si se pone el evangelio al mismo nivel que el mensaje de las otras religiones; o si el mensaje del evangelio desemboca cada vez más en acciones políticas y exhorta primeramente al desarrollo humano, en lugar de servir primordialmente al anuncio de la salvación.

La intrepidez es necesaria; pero también lo es la atenta percepción del ‘hilo’ del mensaje salvífico, tanto en lo que respecta a la Sagrada Escritura como al Magisterio auténtico de la Iglesia, pues ahí tenemos una prueba del obrar del Espíritu Santo.

Después de que Pedro estuvo durante tres años en la escuela directa del Señor, conviviendo con Él, puede ahora, con la fuerza del Espíritu Santo, corresponder a su misión de anunciar el evangelio, aun sin contar con la presencia física de Jesús.

Éste es siempre un modelo para nosotros: Llevar al mundo con valentía el mensaje de la Resurrección del Señor, cada cual en el sitio donde Dios lo ha colocado.

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LA GLORIA DE LA RESURRECCIÓN 

“¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está, infierno, tu aguijón?” (1Cor 15,55).

Podemos exclamarlo llenos de júbilo en este día, el día en que la Iglesia proclama la Resurrección del Hijo de Dios: ¡El Señor ha resucitado! ¡Verdaderamente ha resucitado!

El Padre hizo realidad todo lo que había sido anunciado. Y lo que aún falta por cumplirse, con toda certeza llegará, pues Él es el Eterno, el Amantísimo y el que todo lo cumple.

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Domingo de Pascua: “El sepulcro vacío”

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María Magdalena, queriendo mostrarle su amor al Señor aun en la muerte, corre al sepulcro antes de que el día amanezca.

“Se han llevado al Señor del sepulcro y no sabemos dónde lo han puesto” (Jn 20,2) –exclama con dolor, al descubrir que la piedra del sepulcro había sido removida. ¿Es que ni siquiera se deja en paz a los difuntos? ¿Dónde está su Señor?

Y entonces el Señor mismo se le aparece. Al principio María no lo reconoce, pero cuando Jesús la llama por su nombre, “ella, volviéndose, exclamó: ¡Rabbuni!” (Jn 20,16). Jesús aún no le permite tocarlo, pero la convierte en primera mensajera de la Resurrección.

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EL SILENCIOSO SÁBADO

“Si digo: ‘que al menos la tiniebla me encubra, que la luz se haga noche en torno a mí, ni la tiniebla es oscura para ti, la noche es clara como el día” (Sal 138,8).

No hay nada que no pueda ser iluminado por la luz de Dios.

El silencioso sábado que precede a la Pascua está marcado por el descenso del Crucificado al reino de la muerte, para llevar la Redención a aquellos que aún no viven a plenitud en la luz de Dios; aquellos que aún tuvieron que esperar hasta que el Redentor viniese a ellos.

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Sábado Santo: “Duelo por el Señor”

 

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Duelo por el Señor; dolor por los hombres, que no han reconocido a su Redentor y lo han crucificado… Duelo de la Madre por el Hijo amado; luto y desconcierto entre los discípulos, que se dicen confundidos: “Nosotros esperábamos que él sería quien redimiera a Israel” (Lc 24,21).

Pero el Señor descendió a los infiernos, donde aquellos que aún estaban a la espera de la Redención, y también a ellos los colmó con su amor.

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“TODO ESTÁ CONSUMADO”

“’Todo está consumado.’ E inclinando la cabeza, entregó el espíritu” (Jn 19,30).

Hoy, junto con el Padre Celestial y todos los fieles, nuestra mirada se posa en la Cruz de la que pendió el amado Hijo. Allí, en la Cruz erigida sobre el Calvario, fue quebrantado el poder del mal por el amor manifiesto de Dios. Es el Padre quien nos concede la verdadera vida a través del sacrificio de su Hijo; una nueva vida, que ya no tiene que esconderse de Dios a causa de sus culpas. “Él mismo cargó nuestros pecados en su cuerpo” (1Pe 2,24), y hemos sido liberados. ¡Hoy es el gran viernes, el viernes santo! Dios, el Bueno, todo lo ha hecho bien (cf. Mc 7,37).

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Viernes Santo: “Redimidos por amor”

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Judas consumó su traición y Jesús es apresado. Esto acontece después de que el Señor, en Getsemaní, había aceptado el sufrimiento de manos de su Padre y había dado su ‘sí’ a todo lo que tenía por delante.

Un SÍ que tuvo que atravesar la angustia y la agonía; un SÍ, después de haberle pedido a su Padre que, si era posible, aquel cáliz pasara sin tener que beberlo (cf. Mt 26,39-44); un SÍ que expresa la entrega incondicional al Padre; un SÍ por amor a nosotros, los hombres.

Ahora Jesús se entrega sin reservas al sufrimiento que ha de soportar por nuestra Redención; se enfrenta a todas las burlas y humillaciones, a todas las ofensas, al desamor y a la crueldad que encontrará en su camino doloroso. Todo el odio de las tinieblas se cierne sobre Él; la espantosa oscuridad del pecado con su terrible consecuencia: el alejamiento de Dios.

“Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”  (Mt 27,46)

¡Parece haber llegado la hora del triunfo del Adversario!

Pero no es la hora del Mal, aunque él lo pretenda. Es la hora del Señor, en que las tinieblas son vencidas de una vez y para siempre. Es la hora del indecible amor del Señor a su Padre y a nosotros, sus criaturas perdidas. Es la hora en que nuestro Padre Celestial ofrece a toda la humanidad el perdón de sus culpas y la salvación. ¡Es la hora del Señor; es el día de la Redención; es el Viernes Santo!

“Como un cordero llevado al matadero” (Is 53,7), el Señor recorre aquel camino que llamamos ‘Vía Crucis’. Exteriormente privado de todo poder; pero interiormente sostenido por su Padre, para cumplir de forma plena Su Voluntad. Quienes lo vieron pasar en Jerusalén, se encontraron frente a frente con el siervo doliente de Dios, con el Mesías que esperaban, aunque su aspecto era muy distinto al que hubieran imaginado, sin los honores y ademanes que corresponden a un rey.

En su camino hacia la Cruz, Jesús se encuentra con su Madre, que permanece fiel junto a Él. También se encuentra con Verónica, que le muestra su amor, y con las mujeres de Jerusalén, cuyo llanto expresa su compasión por él… Son almas que no están cegadas como aquellas otras que le causan tanto dolor…

Y entonces llega el momento de la consumación. Jesús se deja crucificar, para llevar su misión a su culmen. Elevado en la Cruz, Él redime a la humanidad. ¡La Cruz se convierte en signo de nuestra Redención! El Padre Celestial mismo ha ofrecido el sacrificio que Abrahán no tuvo que ofrecer (Gen 22,1-12):

“Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna.” (Jn 3,16)

Ante todo esto, lo único que nos queda por decir es: “Te adoramos, oh Santo Dios, y te damos gracias, porque nos has redimido por tu amor, que te llevó hasta la Cruz. ¡Gloria a Ti!”

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