EVANGELIO DE SAN JUAN (Jn 21,15-19): “El ministerio de Pedro”      

Cuando acabaron de comer, le dijo Jesús a Simón Pedro: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?” Le respondió: “Sí, Señor, tú sabes que te quiero”. Le dijo: “Apacienta mis corderos”. Volvió a preguntarle por segunda vez: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas?” Le respondió: “Sí, Señor, tú sabes que te quiero”. Le dijo: “Pastorea mis ovejas”. Le preguntó por tercera vez: “Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?” Pedro se entristeció porque le preguntó por tercera vez: ‘¿Me quieres?’, y le respondió: “Señor, tú lo sabes todo. Tú sabes que te quiero”. Le dijo Jesús: “Apacienta mis ovejas. En verdad, en verdad te digo: cuando eras más joven te ceñías tú mismo y te ibas adonde querías; pero cuando envejezcas extenderás tus manos y otro te ceñirá y llevará adonde no quieras” -esto lo dijo indicando con qué muerte había de glorificar a Dios. Y dicho esto, añadió: “Sígueme”.

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VIGILANCIA, VALENTÍA Y RECOGIMIENTO

“Vigilancia, pero sin miedo; valentía, pero sin temeridad; recogimiento, pero activo” (Palabra interior).

He aquí un consejo sobre cómo podemos vivir de forma fructífera nuestro seguimiento de Cristo. La vigilancia forma parte de nuestro equipamiento básico como cristianos. No se trata solo de identificar y rechazar los insidiosos ataques del diablo, sino de estar atentos a toda nuestra forma de vivir, conforme a la exhortación del Apóstol San Pablo:  “Mirad atentamente cómo vivís; que no sea como imprudentes, sino como prudentes; aprovechando bien el tiempo presente, porque los días son malos” (Ef 5,15-16).

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EVANGELIO DE SAN JUAN (Jn 20,30-31; 21,1-14): “La aparición de Jesús en el Lago de Tiberíades”      

Muchos otros signos hizo también Jesús en presencia de sus discípulos, que no han sido escritos en este libro. Sin embargo, éstos han sido escritos para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre. Después volvió a aparecerse Jesús a sus discípulos a orillas del mar de Tiberíades. Se apareció así: estaban juntos Simón Pedro y Tomás, el llamado Dídimo, Natanael, que era de Caná de Galilea, los hijos de Zebedeo y otros dos de sus discípulos. Les dijo Simón Pedro: “Voy a pescar”. Le contestaron: “Nosotros también vamos contigo”. Salieron y subieron a la barca. Pero aquella noche no pescaron nada. Cuando ya amaneció, se presentó Jesús en la orilla, pero sus discípulos no se dieron cuenta de que era Jesús. Les dijo Jesús: “Muchachos, ¿tenéis algo de comer?” “No” -le contestaron. Él les dijo: “Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis”. La echaron, y casi no eran capaces de sacarla por la gran cantidad de peces. Aquel discípulo a quien amaba Jesús le dijo a Pedro: “¡Es el Señor!” Al oír Simón Pedro que era el Señor se ató la túnica, porque estaba desnudo, y se echó al mar. 

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LA DIVINA PROVIDENCIA TODO LO GOBIERNA

“La divina Providencia todo lo gobierna, y lo que nosotros consideramos un mal es un remedio” (San Jerónimo).

Estas palabras suponen un desafío espiritual y deberían infundirnos una fe más profunda. Por razones comprensibles, todos nos resistimos a los males que puedan sobrevenirnos, y es correcto que lo hagamos, pues no se puede tolerar el mal sin más. Sin embargo, puesto que nuestro Padre Celestial integra incluso los males en su plan de salvación, Él se valdrá de ellos para el bien de los suyos. Aquí hay que hacer una distinción tan sutil como esencial: Dios nunca puede querer activamente un mal, pero puede permitirlo y convertirlo así en una medicina que nos sane y fortalezca.

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EVANGELIO DE SAN JUAN (Jn 20,24-29): “Dichosos los que creen sin haber visto”      

Tomás, uno de los doce, llamado Dídimo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Los otros discípulos le dijeron: “¡Hemos visto al Señor!” Pero él les respondió: “Si no le veo en las manos la marca de los clavos, y no meto mi dedo en esa marca de los clavos y meto mi mano en el costado, no creeré”. A los ocho días, estaban otra vez dentro sus discípulos y Tomás con ellos. Aunque estaban las puertas cerradas, vino Jesús, se presentó en medio y dijo: “La paz esté con vosotros”. Después le dijo a Tomás: “Trae aquí tu dedo y mira mis manos, y trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente”. Respondió Tomás y le dijo: “¡Señor mío y Dios mío!” Jesús contestó: “Porque me has visto has creído; dichosos los que no han visto y han creído”.

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NO DAR CABIDA A LA TRISTEZA

«La tristeza es un gran obstáculo: sofoca la vida, empaña la luz y extingue el fuego del amor» (Juan Taulero).

Los maestros de la vida espiritual nos advierten insistentemente contra los pensamientos lúgubres a los que damos cabida en nuestro interior. Los padres del desierto los designan como “tristitia”, refiriéndose a una tristeza desordenada. Esta es totalmente distinta a la tristeza que podemos sentir por nuestros pecados personales y que lleva al arrepentimiento, o a la tristeza por los pecados del mundo, que nos lleva a orar y sacrificarnos por la humanidad.

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EL AMOR DE DIOS NOS PRECEDE

«Si el alma busca a Dios, mucho más la busca su Amado a ella» (San Juan de la Cruz).

Siempre debemos estar pendientes del Señor y buscarle en todo. Este es el lenguaje del amor, y es Dios mismo quien nos invita a ello: «Buscad y encontraréis; llamad y se os abrirá» (Mt 7, 7). Si seguimos la invitación interior de nuestro Padre, nuestra alma habrá emprendido el camino preparado para ella. «Nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti» –exclamaba San Agustín, cuya profunda búsqueda de Dios conocemos gracias a sus Confesiones.

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EVANGELIO DE SAN JUAN (Jn 20,19-23): “El Señor Resucitado se aparece a sus discípulos”    

Al atardecer de aquel día, el siguiente al sábado, con las puertas del lugar donde se habían reunido los discípulos cerradas por miedo a los judíos, vino Jesús, se presentó en medio de ellos y les dijo: “La paz esté con vosotros”. Y dicho esto les mostró las manos y el costado. Al ver al Señor, los discípulos se alegraron. Les repitió: “La paz esté con vosotros. Como el Padre me envió, así os envío yo”. Dicho esto sopló sobre ellos y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les son perdonados; a quienes se los retengáis, les son retenidos”.

En la tarde de aquel mismo día, el Señor se mostró a los discípulos, que, temiendo persecución por parte de los judíos, se habían escondido. Pero Jesús se abrió paso hasta ellos aun a través de las puertas cerradas y empezó deseándoles la paz. Estas fueron las primeras palabras del Resucitado a sus discípulos, y en ellas se expresa lo que está previsto para todos los hombres.

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EVANGELIO DE SAN JUAN (Jn 20,11-18): “El Resucitado se aparece a María Magdalena”    

María estaba fuera, llorando junto al sepulcro. Mientras lloraba se inclinó hacia el sepulcro, y vio a dos ángeles de blanco, sentados uno a la cabecera y otro a los pies, donde había sido colocado el cuerpo de Jesús. Ellos dijeron: “Mujer, ¿por qué lloras?” “Se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto” -les respondió. Dicho esto, se volvió hacia atrás y vio a Jesús de pie, pero no sabía que era Jesús. Le dijo Jesús: “Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?” Ella, pensando que era el hortelano, le dijo: “Señor, si te lo has llevado tú, dime dónde lo has puesto y yo lo recogeré”. Jesús le dijo: “¡María!” Ella, volviéndose, exclamó en hebreo: “¡Rabbuní!” -que quiere decir: ‘Maestro’. Jesús le dijo: “Suéltame, que aún no he subido a mi Padre; pero vete donde están mis hermanos y diles: ‘Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios’.” Fue María Magdalena y anunció a los discípulos: “¡He visto al Señor!, y me ha dicho estas cosas”. leer más