“Fuente del mayor consuelo. Ven, dulce huésped del alma, descanso de nuestro esfuerzo, tregua en el duro trabajo, brisa en las horas de fuego, gozo que enjuga las lágrimas y reconforta en los duelos.”
El Espíritu Santo es el consolador que el Señor nos ha otorgado. El Apóstol San Pablo nos dice: “Él nos consuela en todas nuestras tribulaciones, para que nosotros podamos consolar a los que se sienten atribulados, ofreciéndoles el consuelo que nosotros mismos recibimos de Dios” (2Cor 1,4).
Este consuelo que recibimos de Dios y estamos llamados a ofrecer a los atribulados puede extenderse a muchos ámbitos: consuelo en las necesidades materiales, cuando el Espíritu nos mueve a compartir con los demás; consuelo en la aflicción del alma, cuando el Espíritu nos ayuda a asistir a otros en sus dificultades, recordándoles que Dios está con ellos y nunca los abandona; consuelo en medio del sufrimiento de los hombres, para atestiguar que, aun en medio del dolor, Dios está presente.