“La mayoría de personas no tiene ni idea de lo que Dios podría hacer de ellas si tan sólo se pusieran a su disposición” (San Ignacio de Loyola) leer más
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Respondió Jesús y les dijo: “En verdad, en verdad os digo que el Hijo no puede hacer nada por sí mismo, sino lo que ve hacer al Padre; pues lo que Él hace, eso hace igualmente el Hijo. Porque el Padre ama al Hijo y le muestra todo lo que Él hace, y le mostrará obras mayores que éstas para que vosotros os maravilléis. Pues así como el Padre resucita a los muertos y les da vida, del mismo modo el Hijo da vida a quienes quiere. El Padre no juzga a nadie, sino que todo juicio lo ha dado al Hijo, para que todos honren al Hijo como honran al Padre. El que no honra al Hijo no honra al Padre que le ha enviado. En verdad, en verdad os digo que el que escucha mi palabra y cree en el que me envió tiene vida eterna, y no incurre en juicio, pues ha pasado de la muerte a la vida.
“Confesaré su nombre en la presencia de mi Padre y delante de sus ángeles” (Ap 3,5).
Con ocasión de una fiesta de los judíos, Jesús subió a Jerusalén. Hay en Jerusalén una piscina Probática llamada en hebreo Betzatá, que tiene cinco pórticos. En ellos yacía una multitud de enfermos, ciegos, cojos y paralíticos, que esperaban la agitación del agua. Había allí un hombre que llevaba treinta y ocho años enfermo. Jesús, viéndole tendido y sabiendo que llevaba ya mucho tiempo tiempo, le dijo: “¿Quieres recobrar la salud?” Le respondió el enfermo: “Señor, no tengo a nadie que me meta en la piscina cuando se agita el agua; y mientras yo voy, otro se mete antes que yo.” Jesús le dijo: “Levántate, toma tu camilla y anda.” El hombre recobró al instante la salud, tomó su camilla y se fue andando.
“Padre, la hora ha llegado” (Jn 17,1).
Pasados los dos días, partió de allí para Galilea. (Pues Jesús mismo había afirmado que un profeta no goza de prestigio en su patria). Cuando llegó, pues, a Galilea, los galileos le hicieron un buen recibimiento, porque habían visto todo lo que había hecho en Jerusalén durante la fiesta, pues también ellos habían ido.
Volvió, pues, a Caná de Galilea, donde había convertido el agua en vino. Había un funcionario real, cuyo hijo estaba enfermo en Cafarnaún. Cuando se enteró de que Jesús había venido de Judea a Galilea, fue a rogarle que bajase a curar a su hijo, porque estaba a punto de morir. Entonces Jesús le dijo: “Si no veis signos y prodigios, no creéis.” El funcionario replicó: “Señor, baja antes de que muera mi hijo.” Jesús le dice: “Vete, que tu hijo vive.” Creyó el hombre en la palabra que Jesús le había dicho y se puso en camino.
“Te instruiré y te enseñaré el camino que has de seguir, fijaré en ti mis ojos” (Sal 31,8).
En esto llegaron sus discípulos y se sorprendieron de que hablara con una mujer. Pero nadie le preguntó qué quería o qué hablaba con ella. La mujer, dejando su cántaro, corrió al pueblo y dijo a la gente: “Venid a ver a un hombre que me ha dicho todo lo que he hecho. ¿No será el Cristo?” Salieron del pueblo y se encaminaron hacia él.
Entretanto, los discípulos le insistían: “Rabbí, come.” Pero él replicó: “Yo tengo para comer un alimento que vosotros no sabéis.” Los discípulos se decían entre sí: “¿Le habrá traído alguien de comer?” Jesús les dijo: “Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra. ¿No decís vosotros: ‘Cuatro meses más y llega la siega’? Pues bien, yo os digo: Alzad vuestros ojos y ved los campos, que amarillean ya para la siega.
Jesús dijo a la samaritana: “Vete, llama a tu marido y vuelve acá.” La mujer le dijo: “No tengo marido.” Jesús le respondió: “Bien has dicho que no tienes marido, porque has tenido cinco, y el que ahora tienes no es marido tuyo. En eso has dicho la verdad.” La mujer replicó: “Señor, veo que eres un profeta. Nuestros padres adoraron en este monte, pero vosotros decís que el lugar donde se debe adorar es Jerusalén.” Jesús le contestó: “Créeme, mujer, que llega la hora en que ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre. Vosotros adoráis lo que no conocéis; nosotros adoramos lo que conocemos, porque la salvación viene de los judíos. Pero llega la hora (ya estamos en ella) en que los adoradores verdaderos adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque así quiere el Padre que sean los que le adoren.
“Para esto se manifestó el Hijo de Dios: para destruir las obras del diablo” (1Jn 3,8).