Hch 2,14a.36-41
El día de Pentecostés, dijo Pedro a los judíos: “Sepa, pues, con certeza todo Israel que Dios ha constituido Señor y Cristo a ese Jesús a quien vosotros habéis crucificado.” Al oír esto, dijeron con el corazón compungido a Pedro y a los demás apóstoles: “¿Qué hemos de hacer, hermanos?” Pedro les contestó: “Convertíos y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para perdón de vuestros pecados y para que recibáis el don del Espíritu Santo. La Promesa es para vosotros y para vuestros hijos, y para todos los que están lejos, para cuantos llame el Señor Dios nuestro.”
Con otras muchas palabras les conjuraba y les exhortaba: “Poneos a salvo de esta generación perversa.” Después de esto, los que acogieron su palabra fueron bautizados. Y aquel día se les unieron unas tres mil personas.
¡Nos encontramos con un Pedro transformado! El descenso del Espíritu Santo lo ha fortalecido y el amor humano que tenía a Jesús se ha vuelto más espiritual. Ahora vemos a un testigo del Señor resucitado, cuyas palabras y obras apuntan mucho más allá de su propia persona; un testigo que finalmente será capaz de dar su vida por Cristo.
Sin temor proclama ahora la Buena Nueva, y sus palabras son escuchadas. La Escritura atestigua que las palabras de Pedro tocan a las personas en lo más profundo de su corazón. Y entonces sucede lo decisivo. Los oyentes responden al anuncio con una pregunta: “¿Qué hemos de hacer?” Dios los ha tocado a través de su Espíritu, y quien se deja tocar por la verdad, se pregunta cuál es la Voluntad de Dios.
¡Esta es la señal de una auténtica conversión! El amor de Dios y la verdad encienden una luz en el corazón del hombre. Su impacto es tan fuerte que en adelante la persona quiere seguir a esta luz. Ella está consciente de que es Dios mismo quien ha tocado su corazón.
Al experimentar una auténtica conversión, se reconoce a Jesús como el Hijo de Dios, y esta certeza lleva a que uno se pregunte: ¿Qué debo hacer ahora? El encuentro con Jesús es incomparable, es un volver a casa, es el hallazgo de aquello que se anhela profundamente en el corazón, como lo describió tan atinadamente San Agustín: “El corazón está inquieto hasta que repose en Ti”.
Esto fue lo que sucedió con los judíos en el pasaje que nos narra la lectura de hoy. La predicación de Pedro, llena de autoridad, había removido cualquier resistencia o incertidumbre que aún podía haber en su corazón, y ahora estaban dispuestos a seguir la instrucción que Pedro les diera.
Él los conduce al bautismo, fiel al mandato del Señor: “Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.” (Mt 28,19). Así, aquel día se unió una gran multitud a la nueva comunidad cristiana. Ellos tenían la consciencia de haber sido elegidos de entre una “generación perversa”, e insertados al número de los redimidos en Cristo.
Puesto que todo esto aconteció cuando descendió el Espíritu Santo, se habla de la fiesta de Pentecostés como de la hora en que nació la Iglesia. El Resucitado, junto con el Padre, había enviado al Espíritu Santo. Él es ahora el gran evangelizador, que, en colaboración con los apóstoles y los fieles, quiere dar a conocer a Cristo al mundo entero. Él mismo es quien puede tocar profundamente a las personas, a través del anuncio de los apóstoles, y causar en ellas aquella conmoción del corazón que las hace capaces de escuchar a Dios y de buscar su voluntad.
También hay casos en que la conversión no sucede tan súbitamente como en el relato de hoy. Esto cuenta particularmente para aquellos cristianos que desde siempre fueron educados en la fe. En este caso, suele tratarse de un proceso que los conduce progresivamente a una conversión más profunda. Pero, a fin de cuentas, se llega al mismo punto: querer cumplir la voluntad de Dios totalmente y sin límites.
La conversión es un don y una oferta de parte de Dios, que requiere de nuestra respuesta. En el texto de hoy, los conversos preguntan: “¿Qué hemos de hacer?” Del mismo modo, nuestra pregunta correcta cuando nos encontramos más profundamente con Dios debe ser: “¿Cuál es tu voluntad?” Entonces, seremos conducidos hasta el punto de poder decir junto a María: “Hágase en mí según tu palabra” (Lc 1,38).
Esta es la auténtica palabra de entrega a la Voluntad de Dios, que, a partir de nuestra conversión, se convierte en nuestro alimento (cf. Jn 4,34).