Ef 5,21-33
Sed sumisos los unos a los otros, por respeto a Cristo: las mujeres a sus maridos, como al Señor, porque el marido es cabeza de la mujer, como Cristo es cabeza de la Iglesia, el salvador del cuerpo. Como la Iglesia está sumisa a Cristo, así también las mujeres deben estarlo a sus maridos en todo. Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, purificándola mediante el baño del agua y la fuerza de la palabra, y presentársela resplandeciente a sí mismo, sin mancha ni arruga ni cosa parecida, sino santa e inmaculada. Así deben amar los maridos a sus mujeres, como a sus propios cuerpos.
El que ama a su mujer se ama a sí mismo. Porque nadie aborrece jamás su propia carne; antes bien, la alimenta y la cuida con cariño, lo mismo que Cristo a la Iglesia, pues somos miembros de su cuerpo. Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos se harán una carne. Gran misterio es éste, lo digo respecto a Cristo y la Iglesia. En todo caso, que cada uno de vosotros ame a su mujer como a sí mismo; y la mujer, que respete al marido.
Quien tenga una viva relación con el Señor, no considerará este pasaje de la carta a los Efesios como una discriminación a la mujer, aunque hoy en día fácilmente se lo entienda de esa manera. En efecto, tal interpretación procede del espíritu del mundo, y no del Espíritu del Señor. Debemos reflexionar con calma lo que realmente significa la sumisión a Cristo, para darnos cuenta de que no se trata simplemente de la mentalidad de una época determinada, sino de una actitud siempre válida…
De hecho, la relación entre el Señor y su Iglesia es una verdadera relación de amor. Si nos fijamos, por ejemplo, en la relación entre Jesús y sus discípulos, vemos que nunca se trata de una competencia de poder; sino de servicio (cf. Mt 20,25-28)… No en vano el Señor lava los pies a los apóstoles (cf. Jn 13,5), dejándoles en claro en qué consiste la verdadera grandeza a los ojos de Dios y cómo ha de comprenderse la auténtica autoridad. ¡Es Dios mismo quien nos lo muestra con su propio ejemplo!
También cuando observamos nuestra propia relación con el Señor, una vez que hemos sido liberados por Él de los falsos conceptos y temores, podremos constatar que Él nunca se comporta de forma autoritaria con nosotros. Sabemos muy bien que Dios siempre quiere lo mejor para nosotros y nunca nos coacciona. Aquel que realmente tendría el derecho a darnos órdenes y a exigirnos incondicionalmente lo que es recto a sus ojos, toca humildemente a nuestra puerta, invitándonos y pidiéndonos que sigamos el camino que nos conduce a la verdad plena.
Entonces, vemos que la autoridad de Dios –que es absoluta– se hace eficaz en el amor y en el servicio a los hombres. Por tanto, nuestra sumisión a Él también debe estar movida por el amor a Él (o al menos debería llegar a ser así, bajo la guía del Espíritu Santo), en el agradecido gozo de poder conocer y servir a Dios. Esto es lo produce en nosotros el don de piedad: Queremos convertirnos en causa de alegría para el Señor.
Aplicando esto a la relación entre hombre y mujer, queda claro en qué consiste la verdadera sumisión. ¡Y es que el Señor quiere que su relación de amor con el hombre se refleje en la unión entre el hombre y la mujer! Aquí es donde aparece la dificultad. Es una alta exigencia, a la que podremos corresponder únicamente en la medida en que nos dejemos transformar por el Espíritu de Dios. ¡Sólo entonces podremos aproximarnos a las palabras de San Pablo y a los planes de Dios para con nosotros!
Si estamos lejos de ello, fácilmente sucede que se crea una falsa autoridad mezclada con una pretensión de poder, cuando en realidad la belleza de la autoridad reluce únicamente en la medida en que actúa en el amor y en la verdad. Estas pretensiones de poder no proceden del Espíritu, sino de la carne, como dice la Sagrada Escritura. Es ahí donde aparecen los mecanismos de opresión, y la mujer comienza a tener miedo a su esposo. Esto, a su vez, lleva fácilmente a una rebelión interior, y en consecuencia podría suceder que la mujer ya no respete a su marido.
Entonces, la clave para comprender adecuadamente este pasaje reside en el amor y en la verdad, que convierten a la verdadera autoridad en un regalo. Así, la mujer se entrega gustosamente a su esposo, y procura honrarlo y respetarlo. Esto es análogo a nuestra relación con el Señor. A Él le servimos de buen grado y queremos que sea honrado y amado por todos.
En un buen matrimonio podemos vislumbrar algo del misterio del amor de Dios por nosotros, los hombres. Los esposos llegan a ser una sola carne; así como nosotros nos hacemos uno con Cristo; y la Iglesia, como su Esposa, se unifica con el Esposo divino.
¡No nos dejemos confundir por el espíritu del tiempo! El hombre debe descubrir y vivir más profundamente en Dios su masculinidad, y asimismo la mujer su feminidad. La sumisión no significa pérdida de identidad u opresión. Antes bien, si se produce en la actitud debida, conduce a la libertad, pues ¿quién ha sido alguna vez oprimido por Dios?
Por supuesto que la sumisión al Señor tiene otro nivel que la sumisión de la mujer a su marido. Sin embargo, si ella lo hace con la libertad necesaria y el marido se esfuerza por amar a su esposa como Cristo ama a la Iglesia, entonces encontraremos en ese matrimonio una imagen del amor de Dios, que refleja tanto el orden de la creación como el misterio especial entre Dios y el alma.