“Aunque camine por cañadas oscuras nada temo, porque tú vas conmigo” (Sal 23,4).
Los caminos que tenemos que recorrer no siempre nos resultan claros y evidentes. Tanto en este mundo marcado por el pecado como también en nuestra vida personal y en el camino espiritual existen esas “cañadas oscuras” de las que habla el salmista. Pero nuestro Padre nunca nos deja desamparados si levantamos los ojos a Él. La fe y la confianza que se deriva de ella nos ayudan a no desanimarnos.
Pensemos en el Hijo de Dios en aquella hora oscura y dolorosa en Getsemaní, cuando los discípulos no pudieron darle el consuelo y la compañía que les había pedido, porque ellos mismos no supieron soportar aquellas tinieblas (cf. Mt 26,38-45). Sin embargo, cuando nuestro amado Señor, unido a la Voluntad del Padre, aceptó por nuestra causa la cruz que le esperaba, no se quedó desamparado: un ángel bajó del cielo y lo fortaleció –nos dicen las Escrituras (Lc 22,43), y Jesús pudo cumplir su misión hasta el final.
Esto es lo que nuestro Padre ha dispuesto también para nosotros cuando seguimos al Señor. En las horas de más densa oscuridad y abandono que puedan sobrevenirnos, nuestro Padre siempre envía el ángel del consuelo y de la fortaleza para que podamos permanecer firmes y no perder la confianza.
Aunque nuestros sentimientos no lo perciban, nuestro Padre está particularmente presente en las “cañadas oscuras”. En esas horas, ya sea que atravesemos cañadas físicas o espirituales, Él nos llama a un acto de fe. Esto nos hará madurar y agradecer aún más al Señor, al experimentar con más intensidad que nunca que “Tú estás conmigo”.