Mt 10,16-23
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus apóstoles: “Mirad que os envío como a ovejas en medio de lobos: sed, pues, astutos como serpientes y mansos como palomas. Cuidaos de los hombres, porque os entregarán a los tribunales y os azotarán en las sinagogas. A causa de mí, seréis llevados ante gobernadores y reyes, para dar testimonio delante de ellos y de los paganos.
“Cuando os entreguen, no os preocupéis de cómo vais a hablar o qué vais a decir: lo que debáis decir se os dará a conocer en ese momento, porque no seréis vosotros los que hablaréis, sino que el Espíritu de vuestro Padre hablará en vosotros. El hermano entregará a su hermano para que sea condenado a muerte, y el padre a su hijo; los hijos se rebelarán contra sus padres y los harán morir. Vosotros seréis odiados por todos a causa de mi Nombre, pero aquel que persevere hasta el fin se salvará. Cuando os persigan en una ciudad, huid a otra, y si os persiguen en esta, huid a una tercera. Os aseguro que no acabaréis de recorrer las ciudades de Israel, antes de que llegue el Hijo del hombre.”
¿Cómo lograremos conciliar una actitud de apertura y bondad hacia las personas con la advertencia que hoy nos hace el Señor de cuidarnos de los hombres? ¿No se trata acaso de una contradicción? ¿Cómo podemos comprender que, por un lado, seamos enviados como ovejas entre lobos; y, al mismo tiempo, estemos llamados a anunciar la misericordia y la bondad de Dios? ¿Cómo podemos soportar una situación de enemistad incluso dentro de la misma familia, y ser odiados por todos a causa de Jesús, como dice el evangelio?
Sería demasiado simplicista e inexacto decir que estas palabras del Señor se dirigían únicamente a la situación de los discípulos en aquel tiempo. Siempre es necesario confrontarnos a las palabras de Jesús, para extraer la verdadera enseñanza que nos dan.
Estas palabras de Jesús nos invitan a tener una visión y actitud sobrenatural frente a las personas. Esta perspectiva sobrenatural nos enseña y nos hace capaces de amar a los hombres aun si se nos presentan como enemigos a causa del evangelio. Puede suceder, por ejemplo, que una persona de talante bondadoso, cambie de actitud y se vuelva reacia en cuanto se le dirija el llamado a la conversión del Evangelio. En nuestra naturaleza humana radican dos posibilidades… Por un lado, se suele decir que el alma humana es cristiana, en cuanto que es receptiva a la verdad del Evangelio. Por otra parte, está la lucha de la carne contra el espíritu (cf. Gal 5,17), como consecuencia del pecado original. Esta contradicción interior debemos percibirla tanto en nosotros mismos como en las demás personas.
En el anuncio del Evangelio, los discípulos han de estar conscientes de esta realidad. Esto nos lleva a aquella vigilancia que el evangelio de hoy nos pide. Ésta implica, por un lado, aferrarse a la decisión fundamental de amar a los hombres; y, por otra parte, estar conscientes de que ellos pueden volverse contra nosotros, y rechazarnos y perseguirnos por causa de Jesús.
Por tanto, hemos de ser astutos en el trato con las personas. No se puede ser ingenuo, pues así el discípulo perdería el valioso don del discernimiento de los espíritus. Por eso, la mansedumbre del corazón debe ir acompañada de la astucia del entendimiento. No debemos ser desconfiados, sospechando a toda hora de cada persona; sino confiar en la capacidad y en el deseo del hombre de abrirse a la verdad. Al mismo tiempo, hemos de estar conscientes de que puede también cerrarse a la verdad, y entonces puede despertar en él aquella hostilidad que puede llegar hasta aquellos extremos que el evangelio de hoy nos presenta. ¡Esto no es solamente una realidad del pasado; sino que cuenta también para nuestro tiempo!
Sin embargo, el Señor no deja solos a sus discípulos en estas difíciles situaciones. Así como les concede su gracia, haciéndolos capaces de transmitir el evangelio en su mismo Espíritu y actuando al mismo tiempo en el corazón del oyente, para que se abra al mensaje de la salvación; así también lo sostiene en los conflictos difíciles, cuando padece necesidad y persecución por causa suya. ¡Dios sabe integrar estas situaciones en su plan de salvación! En ese sentido, el texto de hoy nos dice que, por el hecho de que los discípulos serán llevados ante los tribunales, el mensaje de la salvación llegará también a las autoridades.
El Señor promete a los suyos la asistencia incondicional del Espíritu Santo, quien les dará a conocer lo que deben decir en la persecución. Esto nos recuerda con toda claridad que el discípulo es un enviado, que actúa por encargo de otro, y no en virtud de su propio pensar y querer.
Entonces, aquella tensión mencionada al inicio, entre la actitud de apertura hacia los hombres y la necesaria vigilancia, resulta no ser una invencible contradicción; sino que la encontramos también en la vida de Jesús. Él, que amó a los hombres como nadie lo ha hecho, hasta el punto de dar la vida por ellos, también se ocultó de ellos (cf. Jn 8,59), porque conocía lo que había en su corazón (cf. Jn 2,24).
La contradicción interior en que vive el hombre es consecuencia del pecado, que destruye la vida de la gracia y, por tanto, desfigura a la persona. La exhortación del texto de hoy es que conozcamos esta realidad, y nos confrontemos a ella con astucia y corazón manso. Para ello nos ha sido concedido el Espíritu Santo, quien nos hace capaces de resolver en Él esta tensión.