“No temas a nada ni a nadie, pues Yo soy tu Padre” (Palabra interior).
Una y otra vez nos encontramos con esta exhortación, tanto en las Escrituras como en el Mensaje del Padre. Es como si nuestro Padre quisiera que estas palabras penetrasen en lo más profundo de nuestra alma, donde aún pueden esconderse diversos miedos, que quieren coartar nuestra vida y arrebatarnos la libertad. Y la razón que nos da para no temer es tan sencilla como profunda: “Yo soy tu Padre.”
Estas palabras lo expresan todo: la solícita bondad de nuestro Padre, su Omnipotencia que se extiende a todos los ámbitos, la limitación e impotencia de los poderes de las tinieblas, la sabiduría de nuestro Padre, que es capaz de servirse incluso de nuestros rumbos equivocados para nuestro bien si se lo pedimos. Nada está escondido ante Él; todo está desvelado a sus ojos. Nuestro Padre es capaz de penetrarlo todo e incorporarlo en el plan de salvación de su amor.
Y, sobre todo, Él es nuestro amoroso Padre, en quien podemos confiar sin reservas. Dios no puede ni quiere actuar de otro modo que en el amor y la justicia, y no hay en Él sombra alguna.
¡Así es nuestro Padre! ¿A quién, pues, habríamos de temer? ¿Por qué deberíamos temblar?
Ciertamente, tendremos que rendir cuentas de nuestra vida y no podemos desviarnos deliberadamente, apoyándonos en una falsa confianza en Dios.
Pero, mucho más allá de nuestra buena voluntad, nuestro Padre está siempre dispuesto a salir a nuestro encuentro y, de hecho, lo hace en todo momento.
Y cuando notamos que aún no tenemos buena voluntad o que ésta no es lo suficientemente fuerte, podemos recurrir a nuestro Padre pidiéndole que nos dé buena voluntad y que la fortalezca. En toda nuestra debilidad, invoquemos a Dios con el Nombre que Él tanto ama: ¡Padre!
Entonces penetraremos en su amoroso corazón y Él se apresurará a salvarnos. ¡Así es nuestro Padre!