Si escuchamos al Señor y seguimos su llamado, Él nos hace partícipes de su plan de salvación. Las Sagradas Escrituras nos relatan cómo Jesús envía a sus apóstoles para que lleven el mensaje de la salvación a todas partes: “Seréis mis testigos (…) hasta los confines de la tierra.” (Hch 1,8b)
En el Mensaje a la Madre Eugenia, Dios Padre nos dice:
“Puesto que Yo deseo, sobre todo, darme a conocer a todos vosotros, para que todos podáis gozar de Mi bondad y ternura ya aquí en la Tierra, convertíos en apóstoles de aquellos que no me conocen todavía, y Yo bendeciré vuestros trabajos y esfuerzos, preparándoos una gran gloria cerca de Mí en la eternidad.”
Los apóstoles están inflamados por el deseo de servir a Aquel que los ha enviado. Ya no se buscan a sí mismos, sino que únicamente quieren cumplir la Voluntad del Padre, como Jesús mismo nos dice:“Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra.” (Jn 4,34)
Siempre está presente en ellos la pregunta: ¿Cómo puedo captar aún más profundamente el amor del Padre, para glorificarlo con el mayor amor posible? ¿Cómo puedo anunciarles a los hombres la verdadera imagen del Padre, dándolo a conocer como Él realmente es?
La lucha por la santidad de estos apóstoles no se enfoca sólo en su propia salvación; sino que saben que, al crecer en el amor, la presencia de Dios aumentará en ellos y, por tanto, podrán ser portadores de más luz para la vida de los hombres.
Los apóstoles tampoco olvidan que Jesús les aseguró: “Si alguien me sirve, el Padre le honrará” (Jn 12,26b). Si se despierta en uno el amor a Dios, querrá estar lo más cerca posible del Señor en la eternidad. Así, su motivación para anunciar el Evangelio se convierte en un torrente de amor, que mana sin cesar del Trono del Cordero (cf. Ap 22,1). Los apóstoles del amor de Dios asumen todos los esfuerzos y fatigas por amor a su Señor y por amor a los hombres. En efecto, precisamente estos esfuerzos y fatigas por causa de Dios se convierten en oro precioso, que se atesora en la eternidad.