“El amor ha de inundarte. Eso es lo que desea y para ello te busca” (Palabra interior).
Esto es lo que nuestro Padre quiere, pues siendo Él mismo el amor, de algún modo no puede sino buscar un receptor para este amor. Recordemos la oración que nuestro Padre mismo nos pidió dirigirle en el Mensaje a la Madre Eugenia: “Pedidme que establezca la obra de mi amor en las almas de todos los hombres.”
Su amor nos busca y quiere convertirse en un torrente de agua viva en nosotros, incluso durante el tiempo de nuestra vida terrena. En efecto, la gran meta de nuestra vida espiritual es la unificación plena con Dios en el amor.
¿Es de sorprender que nuestro Padre nos busque así? Debido a nuestra limitada percepción humana, no siempre podemos interiorizarlo tan fácilmente. Pero si hemos tenido la gracia de conocer un poco a Dios, se nos vuelve más claro. Él mismo es el amor y, movido por ese amor, llamó todo a la existencia. ¡Y cuánto desea que precisamente el hombre, a quien creó a su imagen y semejanza, lo conozca como amantísimo Padre y corresponda a su amor! Entonces un torrente de amor espera a su puerta. Dios no quiere retener su amor. Cuando encuentra a una persona receptiva, la colma de todas las gracias que ha previsto para ella. El amor se vuelve tan preponderante que un San Agustín se atrevió a decir: “Ama y haz lo que quieras”.
La persona que se abre al amor del Padre se convierte en su gran destinatario, como si fuera la única en la tierra.
Sin embargo, una vez que la red del amor de Dios ha atrapado a un alma, este mismo amor la convierte en “pescador de hombres”, porque ella no podrá sino compartir el amor que ha recibido. ¡Así lo dispuso la sabiduría de Dios!