Jn 14,7-14
Jesús dijo a sus discípulos: “Si me conocéis a mí, conoceréis también a mi Padre; desde ahora lo conocéis y lo habéis visto.” Le dijo Felipe: “Señor, muéstranos al Padre y nos basta.” Respondió Jesús: “¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros y no me conoces, Felipe? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú: ‘Muéstranos al Padre’? ¿No crees que yo estoy en el Padre y que el Padre está en mí? Las palabras que os digo no las digo por mi cuenta; el Padre que permanece en mí es el que realiza las obras.
Creedme: yo estoy en el Padre y el Padre está en mí. Al menos, creedlo por las obras. En verdad, en verdad os digo que el que crea en mí hará también las obras que yo hago, y hará mayores aún, porque yo voy al Padre. Y yo os concederé todo lo que pidáis en mi nombre, para que el Padre sea glorificado en el Hijo. Si me pedís algo en mi nombre, yo os lo concederé.”
Si miramos en lo más profundo del Corazón de Jesús, descubriremos en él un ardiente amor a Dios Padre. Tal vez no tengamos suficientemente presente que su mayor deseo es glorificar al Padre y dárnoslo a conocer como Él realmente es.
Naturalmente, nos resulta más accesible contemplar el amor de Jesús por nosotros, los hombres, al sumergirnos en los misterios de la salvación. ¡Es muy bueno hacerlo, y siempre podemos interiorizar aún más esta verdad de cuánto nos ama el Señor!
Pero Él quiere introducirnos en su gran amor por el Padre, para que vivamos plenamente en este amor y encontremos en él nuestro hogar y nuestra seguridad.
Tal vez la siguiente analogía pueda ayudarnos a comprenderlo mejor:
Pensemos en un par de esposos que se aman y que, después de mucho tiempo, reciben del Señor el regalo de un hijo. A partir de ese momento, el amor de los padres envuelve al niño, y él vive de este amor. Posteriormente, el hijo descubrirá que sus padres no solamente lo aman a él, sino que también se aman mutuamente. Así, se sentirá en casa en el amor que sus padres se tienen, y se regocijará en el afecto mutuo. El hijo no sólo no está excluido de este amor; sino que está totalmente incluido en él y ama este amor…
Lo mismo sucede con el amor de Jesús a su Padre, en el cual Él quiere introducirnos. Experimentar este amor significa quedar interiormente extasiados, porque no puede haber nada más bello que el amor que reina entre las Personas de la Santísima Trinidad. Y todos nosotros estamos incluidos en este amor, porque fue este amor el que nos creó de la nada, nos redimió y nos santificará, siempre y cuando sea correspondido de nuestra parte.
Felipe aún tiene que entender que, en Jesús, está viendo al Padre mismo. Hasta ese momento, no lo había comprendido aún. Jesús se lo explica a él y, a través suyo, a todos los que serán sus discípulos a lo largo de los siglos.
Cada obra que hace el Señor, la realiza el Padre, porque son Uno. Así, en Jesús vemos al Padre.
Intentemos hoy no pedirle a Jesús que nos muestre al Padre, como hizo Felipe. La fe nos asegura que “Cristo es la imagen visible de Dios invisible” (Col 1,15). ¡Sólo hace falta que lo descubramos más a profundidad! Lo que sí podemos pedirle al Señor es que nos revele su amor al Padre, que nos introduzca plenamente en este misterio, como hijos y discípulos suyos, para que vivamos en él y de él.
Es importante que vivamos nuestra fe no sólo en su dimensión activa, por muy importantes que sean las obras de la fe. También se nos invita a captar, por medio de la contemplación, la esencia de la fe, el fundamento de todo lo que vemos y creemos; es decir, el amor de Dios. Y en primer lugar está el amor que existe en el interior de la Santísima Trinidad.
¡Nadie debería pensar que el encuentro con el amor de Dios como tal sea menos importante que el servicio concreto! Recordemos que Jesús realzó la actitud contemplativa de María, que permanecía simplemente sentada a sus pies, escuchándolo (Lc 10,38-42). Cuanto más yo me encuentre con el amor de Dios, tanto más se inflamará mi corazón y tanto más carácter sobrenatural poseerán mis obras, porque brotarán directamente del amor de Dios. La adecuada contemplación del amor de Dios conduce tanto al amor en sí mismo, como a las obras que proceden de este amor.
En la eternidad, veremos a Dios y podremos disfrutar de Él sin límites. Él mismo será nuestro gozo, junto con todos los que también lo aman. Pero ya aquí, en nuestra vida terrenal, estamos invitados a pregustar de la alegría de la eternidad. ¡Pidámosle al Señor que podamos conocer mejor el amor que Él le tiene al Padre, y que también nosotros amemos al Padre como Él lo ama!
Por lo tanto, no descuidemos la oración; no desaprovechemos las oportunidades de estar con Él, también a solas. ¡Porque jamás perderemos tiempo cuando oremos bien, mientras que perdemos mucho tiempo cuando, en lugar de orar, hacemos otras cosas que no tienen la misma importancia!
Pidámosle, entonces, al Señor que nos comparta su amor al Padre, de manera que no sólo podamos comprenderlo mejor, sino que desde ya podamos empezar a disfrutarlo y encontrar en él nuestro verdadero hogar, en la medida en que ello sea posible en nuestra vida terrenal.