AMAR AL PADRE; NO AL MUNDO

“Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él” (1Jn 2,15).

Es cierto que, en su Evangelio, San Juan afirma que “tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito” (Jn 3,16) para salvar a la humanidad. Pero este amor es fundamentalmente distinto del que menciona el Apóstol en su carta. El amor de Dios por el mundo es un amor que salva, llamando al hombre del pecado a la luz; de la confusión a la verdad.

En cambio, el amor al mundo en el que los hombres podemos caer es un amor ciego, que se convierte en idolatría cuando se apodera de la persona. Este “amor” es contrario al verdadero amor y, por tanto, es incompatible con el amor a nuestro Padre Celestial.

Por ello, es una ilusión que un cristianismo modernista piense que uno puede acercarse al mundo optimista y abiertamente, disfrutar a lo grande de las cosas mundanas y creer que apenas hay diferencia entre el camino de seguimiento del Señor y una vida mundana.

Con tal mentalidad, el amor a nuestro Padre se debilitará cada vez más: nos acomodaremos al mundo, adoptaremos más y más sus valores (o, por mejor decir, sus antivalores) y apenas tendremos la fuerza para soportar persecución y rechazo por causa de nuestro Padre. El “amor al mundo” nos habrá debilitado interiormente, robándonos la fuerza para resistir.

Un estado deplorable, que se torna especialmente grave cuando ni siquiera lo notamos.

Quien abra sus ojos, podrá constatar que este “amor al mundo” es una de las principales razones por las que nuestra Iglesia está tan debilitada. El antídoto sólo puede ser volvernos a nuestro Padre y lidiar con el mundo en el Espíritu de Dios.