Conocer, honrar y amar al Padre…
Nuestro Padre quiere que lo amemos de todo corazón, y nos dirigimos al Espíritu Santo para pedirle que realice esto en nosotros, desprendiendo nuestro corazón de todo aquello que nos impide corresponder al gran amor.
Por parte del Padre, no hay impedimentos para ofrecernos indivisamente su amor. En efecto, fue este amor el que nos creó y nos redimió; es este amor el que vela día y noche sobre nosotros; es este amor el que quiere inflamarnos y contagiarnos, atrayéndonos a Él.
Puede que a veces –o, por desgracia, con demasiada frecuencia– nuestro corazón se sienta frío y creamos que no amamos realmente a Dios. Pero no debemos dejarnos confundir. Mientras permanezcamos en el sendero de los mandamientos, amamos a Dios, tal como nos da a entender Nuestro Señor: “El que acepta mis mandamientos y los guarda, ése es el que me ama” (Jn 14,21). Una frialdad palpable en el corazón frente a Dios no necesariamente tiene que ser un indicio de que lo hemos rechazado con nuestra forma de vivir y que, por tanto, nosotros mismos somos los culpables.
Es nuestra voluntad la que debe entrar en juego aquí, volviéndose a Dios. Ésta es nuestra potencia del amor, que siempre podemos ofrecerle al Padre. De hecho, así es como Él lo ve, aunque nos falte temporalmente ese ímpetu interior para expresarle afectuosamente nuestro amor. Por supuesto que debemos hacer un sincero examen de conciencia, cuestionándonos si acaso hemos llenado nuestro corazón de otras cosas al descuidar nuestras prácticas espirituales y religiosas. En caso de que sea así, hemos de dejar atrás lo que nos ha alejado y volvernos al Señor, sin perder nuestro tiempo.
En cambio, si podemos concluir con sinceridad que el enfriamento no ha sido provocado por nuestra propia negligencia, entonces ofrezcámosle simplemente nuestro frío corazón al Padre, digámosle que lo amamos y pidámosle que Él caliente este nuestro corazón y lo despierte plenamente a su amor.