Dt 26,16-19
Moisés habló al Pueblo diciendo: “En este día Yahvé tu Dios te manda practicar estos preceptos y estas normas. Guárdalas y practícalas con todo tu corazón y con toda tu alma. Hoy has elegido al Señor para que él sea tu Dios y tú vayas por sus caminos, observes sus mandatos, preceptos y decretos, y escuches su voz.
“Y el Señor te ha elegido para que seas su propio pueblo, como te prometió, y observes todos sus preceptos. Él te elevará en gloria, nombre y esplendor, por encima de todas las naciones que ha hecho, y serás un pueblo consagrado al Señor, tu Dios, como prometió.”
Si hoy en día hablamos de los mandamientos de Dios, puede que algunos los consideren como unas reglas impersonales, rígidas; como una especie de “ley de hierro” que hay que obedecer por pura obligación. Para otros, en cambio, son reliquias del pasado que convendría ir modernizando y reinterpretando.
Pero en realidad, incluso para personas no creyentes o poco practicantes, es relativamente fácil entender que estos mandamientos tienen un sentido más profundo. De hecho, a menudo han sido la inspiración para las legislaciones actuales, pues se ha descubierto la sabiduría que contienen. Con más razón es una tragedia que a algunos mandamientos hoy ya no se les dé la misma importancia que se les daba en otros tiempos.
Si meditamos el texto de hoy, vemos que no se trata simplemente de leyes grabadas en piedra. De hecho, antes de que Dios le revelara a Su Pueblo los mandamientos, había tenido lugar un diálogo cercano entre Él y el Pueblo.
El compromiso de cumplir los mandamientos no es, en primera instancia, un pesado yugo que se nos impone; se trata, más bien, de un llamado a guardarlos con todo nuestro corazón. Y guardarlos con el corazón significa amarlos.
El primer mandamiento dice: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas” (Lc 10,27). El amor es una relación personal con un ‘tú’, y solo ahí puede desarrollarse plenamente el amor. La naturaleza, por ejemplo, puede fascinarnos, y podemos quedar encantados por su belleza e impresionados por su imponencia, pero no podemos amarla así como amamos a una persona.
El texto nos revela aún más: “Hoy has elegido al Señor”.
Entonces, Dios ha presentado al Pueblo los mandamientos para darles vida, y el Pueblo los ha aceptado. Son, entonces, un regalo dado personalmente por Dios a los hombres. Los israelitas han asegurado que quieren ser el Pueblo elegido de Dios, un Pueblo que le pertenece a Él. ¡Qué relación tan íntima y digna puede descubrirse aquí! En el matrimonio podemos encontrar un reflejo de esta relación. En el día de la boda, los cónyuges declaran que quieren amarse mutuamente, y se prometen que permanecerán a su lado tanto en los días buenos como en los días malos.
Esto es lo que sucede entre Dios y el Pueblo de Israel: sellan una alianza. Una alianza de amor, en la cual se prometen amor y atención mutuos.
La Alianza de Dios con Israel es, entonces, una alianza de amor que implica determinados contenidos. Dios es fiel a esta Alianza. Él enalteció a Israel sobre todos los demás pueblos. Pero la Sagrada Escritura da testimonio de cuántas veces Israel, por su parte, quebrantó la Alianza, desobedeciendo los mandatos del Señor; y Él ha tenido que llamarlo nuevamente a la conversión.
Para nosotros es importante reconocer el amor en los mandamientos de Dios, que mantienen su actualidad hasta el día de hoy para nosotros. No son reglas humanas, que están expuestas al cambio en caso de que se adquiera un conocimiento superior. La Palabra de Dios y Su Ley son santas, y todos los que intentan guardar Sus mandamientos y se esfuerzan por comprender su sentido, entran en contacto con la Santidad de Dios.
Jesús, el Hijo de Dios, en quien la Ley y los Profetas hallan su plenitud (cf. Mt 5,17), nos dice: “El que tiene mis mandamientos y los guarda, ése es el que me ama” (Jn 14,21). ¡Y sus mandamientos no son difíciles! Porque el amor a Dios ensancha nuestro corazón, de modo que Él puede darnos Su fuerza para observar de buena gana esta Ley Suya.
Comprendamos, entonces, que estamos llamados a una alianza de amor. Primero fue la alianza de Dios con Su Pueblo escogido, y ésta estaba dirigida a encontrar su cumplimiento y su plenitud en Jesús. En Jesús, Dios selló una Nueva Alianza con toda la humanidad (cf. Lc 22,20). En Él, todos los hombres están llamados a entrar en el Reino de Dios y Jesús es el camino que nos conduce a este Reino (cf. Jn 14,6).
En Jesús, el amor de Dios ha llevado a plenitud aquello que había iniciado en la alianza con Israel. Dios ha cumplido Su promesa con la venida del Mesías, en quien ofrece Su amor salvífico a toda la humanidad.