“[Dios] enjugará toda lágrima de sus ojos; y no habrá ya muerte, ni habrá llanto, ni gritos, ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado” (Ap 21,4).
Seríamos pobres hombres si sólo tuviéramos en vista nuestra breve vida terrenal y no percibiéramos aquella dimensión escatológica de nuestra santa fe, que nos asegura que nuestro Padre nos espera y que, en su bondad, ha previsto la vida eterna para sus hijos.
Es precisamente esta visión de la eternidad y la expectación de la gloriosa alegría de contemplar a Dios cara a cara en comunión con los suyos la que nos lleva al realismo de la fe y nos da la fuerza para perseverar en nuestra peregrinación por este “valle de lágrimas”, siendo mensajeros del amor de Dios.
Nuestro Padre nos estrechará en sus brazos y será nuestro consuelo, ya aquí en la tierra y más perfectamente aún en el cielo. Entonces “el mundo viejo habrá pasado”: las lágrimas del dolor y del sufrimiento habrán sido enjugadas, y el acusador que nos acusaba ante nuestro Dios día y noche habrá sido precipitado (cf. Ap 12,10). Todas las fatigas habrán terminado, y todo aquello que hayamos soportado por causa del Señor nos será eternamente recompensado.
¡Qué alegría será para nuestro Padre tenernos para siempre consigo y poder darnos todo lo que nos tenía preparado, especialmente a sí mismo! El cielo se regocija por cada persona que se aparta de sus malos caminos y alcanza la vida. ¡Qué alegría cuando finalmente llegue a la eternidad por la gracia de Dios!
¡Alguien nos está esperando! Y una vez que estemos allí, será una dicha inimaginable.
San Francisco de Asís, cuando un día percibió una melodía celestial, exclamó: “Si escucho una sola nota más, moriré.” En algún momento me pareció escuchar la voz de Santa Juana de Arco que me decía: “Si supieras cómo es aquí, ya no querrías estar ni un día más en la tierra”.
Pero todavía estamos de camino…