ALEGRÍA INAGOTABLE

«Tú, Señor, has puesto en mi corazón más alegría que si abundara en trigo y en vino» (Sal 4,9).

Los placeres terrenales, aunque puedan conmocionar e incluso deleitar nuestros sentidos, pasan de prisa y luego hace falta repetirlos. Los goces espirituales, en cambio, dejan una profunda huella en nuestra alma y son capaces de moldearla. Si aspiramos con demasiada intensidad a los placeres terrenales, corremos el peligro de caer en dependencias y de buscar cada vez menos las alegrías espirituales. Por tanto, aunque podamos deleitarnos en el «trigo y el vino», solo debemos hacerlo en tal medida que no adquieran un valor demasiado alto para nosotros y no perdamos de vista las verdaderas alegrías.

«Alegraos siempre en el Señor» (Fil 4,4), nos exhorta el apóstol Pablo, refiriéndose a la alegría en Dios y por causa de Dios. En ella no hay límites, pues la alegría en el Señor es ya un anticipo de la bienaventuranza eterna. Es la alegría de cumplir la voluntad de Dios, de vivir en unidad con Él y, por tanto, de hacer realidad el sentido de nuestra existencia terrenal. Es la inagotable alegría de conocer a nuestro Padre, y cuanto más lleguemos a conocerlo, mayor será la alegría.

Esta alegría en Dios y en todo aquello que Él ha llamado a la existencia es un regalo. Con nuestro Padre, descubrimos cada vez más la belleza de su creación y compartimos con Él su alegría al contemplar al hombre, creado a su imagen y semejanza.

Si ya en esta vida podemos regocijarnos en Dios y asimilar su alegría en nuestro corazón, ésta será superada con creces por lo que nos espera cuando contemplemos a nuestro Padre en la eternidad sin velos. Entonces nuestra alegría se elevará a una dicha eterna. Si vivimos en la tierra con esta esperanza, recibiremos la fuerza para cumplir nuestra misión en este mundo y ser causa de alegría para nuestro Padre Celestial.