Hb 2,5-12
Dios no sometió a los ángeles el mundo venidero del que estamos hablando. Pues alguien declaró en algún lugar: “¿Qué es el hombre, para que te acuerdes de él? ¿O el hijo del hombre, para que de él te preocupes? Lo hiciste por un poco inferior a los ángeles; lo coronaste de gloria y dignidad. Todo lo sometiste bajo sus pies”.
Someterle todo quiere decir que nada quedó sin que le fuera sometido. Pero ahora no vemos todavía que le esté sometido todo. Sin embargo, sí vemos a Jesús, que fue hecho inferior a los ángeles por un poco, coronado de gloria y honor por haber padecido la muerte, pues por la gracia de Dios gustó la muerte para bien de todos. Convenía, en verdad, que Aquel por quien y para quien existe todo condujera a muchos a la gloria, perfeccionando mediante el sufrimiento al que iba a guiarlos a la salvación. Pues santificador y santificados tienen todos el mismo origen. Por eso, no se avergüenza de llamarlos ‘hermanos’, cuando dice: “Anunciaré tu nombre a mis hermanos; en medio de la asamblea te alabaré”.
¡Qué honor tan grande se le muestra aquí al Hijo de Dios hecho hombre, quien se hizo inferior a los ángeles, aunque sólo por poco tiempo, mientras vivía en la Tierra! Sin embargo, como dice el texto, Dios lo coronó de gloria y dignidad, porque Él padeció la muerte por todos nosotros, concediéndonos así la salvación.
Ahora, el Señor quiere hacernos partícipes de esta gloria, como hermanos Suyos a quienes Él santifica. ¡He aquí la suprema dignidad que nosotros, los hombres, recibimos de parte de Dios! No es sólo la dignidad de ser creaturas Suyas, creadas a Su imagen y llamadas a vivir como hijos Suyos. En Jesús, nos queda aún más claro: ¡Dios se hace hermano nuestro!
¿Puede cabernos esto en la cabeza?
Al igual que todo lo que procede de Dios, es esto un regalo de Su infinito amor. No hay otra manera de explicarlo, y es además la más bella explicación. ¡Dios no conoce límites en comunicarnos Su amor! ¡Los únicos límites son los que nosotros mismos le ponemos! ¡Si tan solo pudiésemos comprender en lo más profundo de nuestro ser cuánto nos ama Dios! Entonces, seríamos felices en nuestra vida terrenal: moraría en nosotros aquella felicidad en Dios que llegará a plenitud en la eternidad.
Pero aún no hemos llegado a la vida eterna en presencia de Dios, y antes tenemos una misión que cumplir aquí en la Tierra. A lo largo de los últimos días, habíamos escuchado sobre la vida de Santa Juana de Arco: sobre su extraordinaria misión y su martirio… ¡Este martirio fue su mayor victoria! De su propio testimonio sabemos cuán difícil le resultó aceptar precisamente la muerte en la hoguera, con la cual terminó coronando su entrega a Dios. Una canción compuesta en su honor pone estas palabras en su boca: “Tuve que entender que era éste el camino a la liberación. Un sacrificio ardiente es mi mayor triunfo”.
Aunque no todos estén llamados al martirio, resplandece para todos nosotros la magnitud del amor de los santos, invitando a cada uno a entregarse enteramente a Dios. Si nos entregamos a Él como respuesta a Su amor, entonces Él nos introducirá en una misión que aún no ha llegado a su culminación:
“‘Lo coronaste de gloria y dignidad. Todo lo sometiste bajo sus pies’. Someterle todo quiere decir que nada quedó sin que le fuera sometido. Pero ahora no vemos todavía que le esté sometido todo.”
La última frase hace alusión a la misión de cada cristiano: todo ha de ser sometido al amoroso dominio de Dios. Sólo entonces se reestablecerá en el universo entero aquel orden que se perdió con la caída en el pecado y sus consecuencias, que trajeron el sufrimiento al mundo.
Con la venida del Señor, todo puede cambiar. Si se lo acepta a Él como Señor y Rey, y brotan en el hombre los frutos de la Redención, entonces los hombres serán arrancados del Reino de las tinieblas y liberados de las cadenas de Satanás. El hombre, elevado a ser “hermano del Hijo de Dios”, es enviado por este Rey a anunciar en palabras y obras la bondad y el amor del Padre Celestial. ¡Así crece el Reino de Dios!
Sin embargo, no debemos dejarnos engañar… Sólo podrá haber verdadera y duradera paz entre los hombres cuando acojamos la Redención, cuando el Reino de Dios crezca entre nosotros, o, dicho en las palabras del texto de hoy, cuando todo sea sometido bajo los pies del Señor.
El Adán no redimido es incapaz de edificar por sus propias fuerzas un mundo de fraternidad y paz. Esto es una ilusión, cuyo despertar será amargo, como nos muestra una y otra vez la historia. La tarea más urgente sigue siendo la de anunciar el Evangelio e invitar a las personas a seguir a Cristo.
En el tiempo actual, en cambio, parecería que los poderes de la oscuridad cobran cada vez más fuerza y quieren someterlo todo a sus pies. Debemos permanecer muy atentos, observando si acaso se acerca la venida de un Anticristo, que ejercería un dominio universal. Tenemos grandes instituciones mundiales que a menudo promueven una cultura de la muerte; conocemos “gigantes técnicos” que ejercen cada vez más influencia política y censuran aquellas opiniones que no corresponden al “mainstream”; entre muchas otras cosas que no corresponden al Reino de Dios y que pertenecen más bien al “reino de la Bestia”.
Para nuestra familia espiritual, hemos proclamado un “año del Cordero”, porque, como nos lo describe la Revelación de San Juan, es el Cordero quien abre el libro y sus siete sellos (cf. Ap 5,1-7). Es el Cordero quien hace la guerra y vence al “reino de la Bestia”: “Harán la guerra al Cordero, pero el Cordero, como es Señor de Señores y Rey de Reyes, los vencerá en unión con los suyos, los llamados, los elegidos y los fieles.” (Ap 17,14).
¡Y es al Cordero a quien seguimos a dondequiera que vaya (cf. Ap 14,4)!
Precisamente en estos tiempos de creciente oscuridad, con un carácter apocalíptico, no queremos dejarnos intimidar; sino enfrentarnos conscientemente al “reino de la Bestia”. ¡Esto sólo podremos hacerlo siguiendo al Cordero y cooperando en la difusión del Reino de Dios!
¡Ven, Señor Jesús, Maranathá!