El permanecer en silencio ante el Señor Sacramentado, sea el Santísimo expuesto o el Sagrario, tiene un gran efecto en la profundización de la oración. Por eso, en el marco de estas meditaciones sobre el tema de la oración, conviene que le dediquemos dos días específicamente a la Adoración eucarística.
Sólo una breve explicación para aquellos que no están familiarizados con la piedad católica. Los católicos creemos que, después de que el pan y el vino se transforman en Cuerpo y Sangre de Cristo durante la Santa Misa, Su presencia permanece en la santa hostia, aun cuando ha concluido la Eucaristía. Es por eso que los católicos hacemos una genuflexión (esto es, una reverencia) ante el Sagrario, donde se conservan las hostias consagradas.
Con esta aclaración, entremos en materia: Tal vez no siempre podemos percibir la eficacia de la presencia eucarística del Señor. Y es que Su presencia sacramental en la Eucaristía es una realidad que podemos contemplar únicamente con los ojos de la fe. Creemos que Jesús está ahí porque la Palabra de Dios y la Iglesia nos lo aseguran. Creemos, porque el pan y el vino, transformados en Carne y Sangre de Cristo en la consagración, despiertan nuestra fe en Él. Con nuestros ojos exteriores, no vemos más que una hostia blanca; con los ojos de la fe, en cambio, contemplamos la presencia misma del Señor.
Entre los años 1977 y 1980, directamente después de haber vivido mi conversión, yo acudía con frecuencia a los templos católicos, para orar allí y participar de la Santa Misa. Para ese entonces, yo todavía no era católico. Me había convertido al Señor Jesús, pero no había encontrado aún el camino hacia la Iglesia. Sin embargo, yo podía percibir que en las iglesias católicas había un ambiente especial, particularmente después de la consagración. Sin saber lo que sucedía, yo escuchaba las campanas que resonaban en el momento de la consagración, y, a partir de ese momento, sentía un silencio y una paz. Por eso yo regresaba una y otra vez, para volver a experimentar ese silencio que encontraba en la iglesia. Después, cuando llegué a ser católico y conocí la adoración eucarística, entendí qué era aquello que me había atraído con tanta fuerza: ¡Era el mismo Señor, presente en la Eucaristía después de la consagración y en el Sagrario!
A veces nos encontramos con experiencias similares en la cripta del monasterio de nuestra comunidad en Alemania, donde llevamos a cabo la Adoración Perpetua desde hace 34 años. En ocasiones, llegan personas que, a pesar de ignorar que Jesús está presente en la Eucaristía, permanecen largo rato ante el Santísimo, porque el Señor les habla de formas que ellos desconocen.
Vemos, entonces, que la eficacia de la Presencia eucarística puede tocar incluso a aquellos que todavía no han encontrado la fe, llevándolos a cuestionarse qué es lo que tiene de especial aquella pequeña hostia. En el caso de nuestro monasterio, a veces sucede que estas personas se acercan después a preguntar, y así pueden darse importantes conversaciones sobre la fe.
Pero, ¿qué es lo que sucede en el interior del alma cuando permanecemos en la presencia del Señor?
Nosotros, los católicos, lo llamamos “comunión espiritual”. En ella, no acogemos la presencia del Señor por medio de los sentidos, como sucede en la comunión sacramental; sino que lo recibimos directamente en nuestro espíritu. De esta manera, Dios se comunica con mucha delicadeza a nuestra alma. Podríamos decir que actúa al modo de un cordero: su presencia en la Santa Eucaristía es como una suave brisa que acaricia nuestra alma, o como un agradable calor que va creando una relación cada vez más confiada.
Esta forma delicada de penetrar en el alma, nos recuerda a una frase de la Secuencia de Pentecostés, que dice: “Ven, dulce huésped del alma, descanso de nuestro esfuerzo, tregua en el duro trabajo, brisa en las horas de fuego, gozo que enjuga las lágrimas y reconforta en los duelos.”
Al frecuentar el silencio ante el Sagrario, nuestra alma se arraiga en el Señor y encuentra en Él su hogar. El anhelo de Su presencia crece cada vez más. Puesto que nuestra vida espiritual es un progresivo “llegar a casa”, al Corazón del Padre, la Adoración Eucarística será un excelente medio espiritual para crecer en el amor, como prolongación de la comunión sacramental.
Frente a Dios, nosotros somos, ante todo, receptores. Así es en el tiempo y así será en la eternidad. Por eso, cuando estamos en silencio ante el Señor en el Sagrario, encontramos cada vez más la serenidad interior y nuestro refugio. Y esto, en medio del ajetreo del mundo, es de suma importancia para nuestra alma. La oración no debe convertírsenos en una obligación pesada, que no queda más que cumplir; sino que ha de ser un anticipo del cielo.
El que empiece a frecuentar la Adoración eucarística, se dará cuenta de que se le convierte en una necesidad, en un pan espiritual cotidiano, que nos recuerda lo más importante: estar junto al Señor.
Y para Dios mismo es una maravillosa posibilidad de comunicársenos, de poner su morada en nosotros, para colmarnos con Su presencia.