“Hijos míos, Yo soy la fuente de todas las gracias y beneficios; pero, aún más, soy un abismo de amor. ¿Habéis contemplado el inmenso Océano de Mi misericordia? Venid, ved y sumergíos en la inmensidad de Mi amor” (Mensaje del Padre a Sor Eugenia Ravasio).
El Padre nos invita una y otra vez a sumergirnos en su amor. Todos los místicos hablan de ello y anhelan ser envueltos y transformados por este amor.
Entre las tres virtudes cardinales, el amor tiene la primacía y es la mayor, y San Pablo nos deja muy en claro que incluso los dones carismáticos nada aprovechan al hombre si el amor no habita en él (cf. 1Cor 13,1-3).
Entonces, lo más importante es el amor, que experimentamos a plenitud en Dios y que podremos acoger en la medida en que nuestro corazón esté preparado para ello. No cabe duda de que crecemos en el amor cuando realizamos obras de caridad, que efectivamente debemos practicar con fervor.
Sin embargo, conforme a las palabras que hoy escuchamos en el Mensaje del Padre, es necesario que primero conozcamos y descubramos mucho más a profundidad este amor y que encontremos en él nuestro hogar. Esto es lo que el Padre nos ofrece…
Así, nuestra mirada se dirige, en primera instancia, al océano de la misericordia del Padre Celestial. Si estamos seguros de su misericordia, de que podemos acudir a Él con todo lo que somos y tenemos, incluidas nuestras sombras, entonces podremos sumergirnos en su amor sin límites.
Habrá crecido entonces aquella confianza, que es el prerrequisito de nuestra parte para abandonarnos totalmente en el Señor. Ahora tenemos que conocer el “abismo de su amor”. Para arrojarnos en él, no hay necesidad de aseguramientos, ni de reservas o condiciones. Antes bien, podemos simplemente lanzarnos a los brazos de Dios, y entonces nos encontraremos siempre y por doquier sólo con su amor.
Este amor derrite las durezas de nuestro corazón. Es un fuego espiritual que arde, calienta e ilumina, sin nunca quemarnos. Nos encontramos aquí con el Espíritu Santo mismo, el amor entre el Padre y el Hijo. Una vez que hayamos conocido el abismo de este amor, nunca más querremos salir de él, sino permanecer para siempre, porque allí está nuestro Señor.
Pero aún estamos en nuestra peregrinación por este mundo, y tenemos que cumplir nuestro servicio como hijos del Padre Eterno, para que también otras personas conozcan a Aquel que las rodea con amor eterno. Así, podríamos encontrarnos en el dilema de San Pablo, que, por un lado, hubiera querido partir a su hogar eterno, pero finalmente, por causa de aquellos que le habían sido encomendados, decidió quedarse un tiempo más en este mundo (Fil 1,23-25).