Ap 21,9-14
El ángel me habló así: “Ven, que te voy a enseñar a la Novia, a la Esposa del Cordero.” Me trasladó en espíritu a un monte grande y alto, y me mostró la ciudad santa de Jerusalén, que bajaba del cielo, de junto a Dios. Compartía la gloria de Dios: resplandecía como una piedra muy preciosa, como jaspe cristalino. Estaba rodeada por una muralla grande y alta, con doce puertas, sobre las que había doce ángeles y otros tantos nombres grabados, los de las doce tribus de Israel.
A oriente daban tres puertas; tres al norte; tres al mediodía; y tres a occidente. La muralla de la ciudad se asienta sobre doce piedras, que llevan los nombres de los doce apóstoles del Cordero.
La idea de la Jerusalén Celestial despierta en nosotros un anhelo similar al que surge cuando pensamos en el Paraíso. En efecto, el hombre ansía vivir en verdadera armonía y en paz; anhela la perfección. En el fondo de su alma, tiene nostalgia de Dios, a pesar de que no se dé cuenta de ello o pretenda negarlo.
En el contexto de las a veces duras visiones de San Juan contenidas en el Apocalipsis, que describen, por ejemplo, las plagas que sobrevienen a la humanidad y que llegan a su culmen en la caída de Babilonia (capítulo 18), resulta particularmente radiante, consoladora y esperanzadora la imagen de la Nueva Jerusalén, la “Jerusalén Celestial”.
La historia humana no culminará en la aniquilación; sino en la vida eterna para todos aquellos que han acogido el amor de Dios. Al hablar de los signos que precederán a su Retorno, Jesús nos dice: “Cuando empiecen a suceder estas cosas, cobrad ánimo y levantad la cabeza, porque se acerca vuestra liberación” (Lc 21,28).
Este texto del Apocalipsis quiere introducirnos en la realidad de Dios, quien prepara el camino para los hombres y tiene todo en sus manos, aun en medio de la oscuridad. En ese sentido, las plagas apocalípticas son como los dolores de parto para abrir paso a aquella era en que Dios “será todo en todos” (cf. 1Cor 15,28), y el Reino de Dios se hará presente en la tierra como en el cielo.
Esta realidad, cuya plenitud se manifestará sólo al Final de los Tiempos, se vislumbra ya en la Iglesia, aunque opacada todavía por los pecados de la humanidad. ¡Pero el esplendor de las tribus de Israel y de los doce apóstoles brilla a través de la historia hasta nuestros días!
A pesar de que muchas veces tengamos que percibir las sombras que aún están presentes en la Iglesia, a causa de los pecados y errores de sus miembros, no podemos perder de vista la belleza de la Iglesia ni la santidad que Dios le ha concedido y que se refleja en sus santos.
Uno de ellos es el Apóstol Bartolomé, a quien suele identificarse con Natanael. A Él Jesús lo elogia como un “israelita de verdad”, en quien no hay falsedad (Jn 1,47). En personas como él, en quienes no hay falsedad y que han reconocido a Dios y le sirven, en quienes la obra de la redención despliega su eficacia y es llevada adelante; se manifiesta ya la Nueva Jerusalén que desciende del Cielo.
Los apóstoles y todos aquellos que acogen la gracia de Dios y viven en ella, son las piedras vivas que edifican la Nueva Jerusalén (cf. 1Pe 2,5). A la Iglesia militante –es decir, los miembros fieles de la Iglesia– se une la Iglesia triunfante y la purgante (aquellos que aún atraviesan el proceso de purificación después de su muerte), formando un todo.
En aquellos que viven según la Voluntad de Dios se manifiesta ya el Reinado de Cristo, en el que los apóstoles participan de forma eminente. En una ocasión, Pedro le preguntó a Jesús: “Ya lo ves, nosotros hemos dejado todo y te hemos seguido. ¿Qué recibiremos, pues?” Y Jesús les dijo: “Os aseguro que vosotros, que me habéis seguido, en la regeneración, cuando el Hijo del hombre se siente en su trono de gloria, os sentaréis también vosotros en doce tronos para juzgar a las tribus de Israel” (Mt 19,27-28).
La humanidad se dirige hacia este juicio; día tras día se acerca el Retorno del Señor, que llevará todo a su consumación. Hasta que llegue aquel día, nos encontramos aún en el tiempo de gracia para la humanidad; la hora en que el juicio de Dios puede llevarse a cabo en su misericordia.
En su Hijo, Dios nos ofrece la vida eterna. Si acogemos esta gracia, podemos pregustar desde ya la vida eterna; una vida que, a diferencia de nuestra pasajera vida terrenal, nunca tendrá fin. Podemos ya en esta vida ser conscientes servidores y miembros de la Nueva Jerusalén, en unión con Dios, con la Virgen María, con los apóstoles y con todos los ángeles y santos.
Así, desde ya se edifica espiritualmente la Jerusalén Celestial, cuyo Rey es Dios mismo, quien ofrece a los hombres el dominio de su amor paternal.
“Vi también la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que bajaba del cielo, de junto a Dios, engalanada como una novia ataviada para su esposo. Y oí una voz potente que decía desde el trono: ‘Ésta es la morada de Dios, que compartirá con los hombres. Pondrá su morada entre ellos. Ellos serán su pueblo y Él, Dios-con-ellos, será su Dios’.” (Ap 21,2-3)