Mc 1,12-15
En aquel tiempo, el Espíritu empujó a Jesús al desierto, y permaneció allí cuarenta días, siendo tentado por Satanás. Vivía entre alimañas y los ángeles le servían. Después que Juan fuese entregado, marchó Jesús a Galilea; y proclamaba el Evangelio de Dios: “El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios ha llegado; convertíos y creed en el Evangelio.”
En años anteriores, ya había meditado sobre las tres tentaciones de Jesús en el desierto.
La tentación es un tema que deberá ser tratado una y otra vez, pues, mientras no estemos aún en la eternidad con Dios, nos veremos confrontados a ella y tendremos que ofrecerle resistencia. Es un consuelo que la Sagrada Escritura nos aclare que el Señor se vale de las tentaciones para fortalecernos (cf. St 1,2-4.12). Entonces, no son sólo circunstancias dolorosas con las cuales tenemos que vivir; sino que el Señor las utiliza para formarnos.
Hoy quisiera enfocarme en un tipo de tentación que quizá no siempre se identifica como tal. Es una tentación que no se presenta agresiva en malos pensamientos y sentimientos, ni muestra a primera vista su intención de apartarnos de los mandamientos de Dios. Se trata de una tentación más sutil y que trabaja “a largo plazo”, por así decir.
Quisiera denominarla como “la sutil tentación de la mundanización de los católicos”.
Pero ¿cómo se produce esta ‘mundanización’, si en ninguna parte de la Escritura se nos dice que debamos adaptarnos al mundo? Al contrario, se nos advierte de “acomodarnos a la forma de pensar del mundo presente” (Rom 12,2), y también los maestros espirituales nos señalan una y otra vez la tentación que procede del mundo.
Quizá podamos encontrar en estas palabras de San Pablo una clave para entenderlo mejor: “Todo es lícito. Pero no todo conviene. Todo es lícito. Pero no todo edifica.” (1Cor 10,23)
Posiblemente centremos nuestra atención sobre todo en la primera parte de esta frase: “Todo es lícito”, de modo que siempre encontramos justificaciones para abrirnos a las costumbres mundanas, con tal de que no perjudiquen directamente a nuestra alma. Entonces, en todo aquello que no sea explícitamente prohibido para un católico, nos adaptamos al mundo. Así, se nos convierten en algo natural los “placeres y las distracciones inofensivas”; participamos de las posibilidades que nos ofrecen los medios modernos: el internet, las películas, una comunicación meramente superficial, etc. Cuanto más suceda esto, tanto más se perderá la percepción espiritual respecto a la medida apropiada. En lugar de ello, surgen hábitos y también apegos. Si alguien toca el tema, uno siempre se justificará y calificará como “demasiado duras” o, en el peor de los casos, como “rigoristas” a las opiniones que pongan en duda tales costumbres mundanas.
Lo que aquí se está pasando por alto es la segunda parte de la frase de San Pablo: “…pero no todo conviene”. Es el espíritu de piedad –uno de los siete dones del Espíritu Santo– el que nos mueve a hacer aquello que le agrada al Señor. Ésta es una perspectiva sobrenatural, que nos lleva a cuestionar nuestras acciones bajo esta premisa. Así, nuestra alma se une cada vez más al Señor; mientras que los “placeres inofensivos” van perdiendo su atractivo y su importancia.
En el primer caso, cuando nos regimos según lo que sea lícito y hacemos uso con creciente naturalidad de los diversos ofrecimientos del mundo, nuestra alma se ve influenciada por ellos. Empieza a “sentirse en casa” en el mundo y también sus pensamientos quedarán influenciados por él. “De la abundancia del corazón habla la boca” –nos dice el Señor (Mt 12,34). En consecuencia, las conversaciones girarán cada vez más en torno a temas mundanos. Con el tiempo, uno ya no lo nota siquiera. Lo religioso ya no está en el centro; sino que ocupa solamente un lugar adicional al margen, de modo que se invierte la jerarquía de los valores.
Lo que sucede a nivel individual y lamentablemente también en comunidades religiosas, a menudo puede percibirse en la Iglesia en su conjunto.
Esta “sutil mundanización” puede aparecer en las más diversas variantes. Puede mostrarse, por ejemplo, en la convicción de que la Iglesia debe adaptarse al mundo moderno, para poder entrar en diálogo con las personas de este tiempo. Se piensa que la teología, la moral y otros ámbitos de la vida eclesial deben ser “puestos al día”, para poder opinar en el mundo. Tenemos un tremendo ejemplo de ello en muchas de las nuevas construcciones de iglesias, que, adaptadas al sentido moderno, parecen regirse más por lo “práctico y útil” que por lo bello y sublime. En muchos sermones, incluso en los más altos círculos de la Iglesia, se habla primordialmente sobre los “asuntos de este mundo”; en lugar de aquello que toca la salvación de las almas. Pasan al primer plano cuestiones intra-mundanas, que bien podrían ser tratadas por los políticos.
Esta “sutil mundanización” debilita mucho a los católicos, porque se nubla su capacidad de discernimiento espiritual. Se pierde la distancia frente al mundo, porque uno mismo queda envuelto en él. El resultado puede ser que uno ya no sólo practique lo que es lícito; sino que además ya no se oponga con la suficiente determinación a lo que no es permitido. Así, ya no servimos a la evangelización de este mundo; sino que nos mundanizamos. ¡Y entonces ya no tenemos nada que anunciarle al mundo! Más aún, estamos privándolo del testimonio del evangelio, que el mundo espera de nosotros, los cristianos. En cierto sentido, estamos engañando a los hombres, porque un cristianismo mundanizado es una especie de somnífero, que impide despertar, volverse a Dios y cambiar de vida.
Por tanto, deberíamos atenernos sobre todo a la segunda parte de la afirmación de San Pablo, para buscar lo que le agrada al Señor, y hacer uso de lo “lícito” solamente en la medida en que no se nos convierta en una trampa ni debilite nuestra vida espiritual hasta el punto de que quede absorbida y caigamos en la “mundanización”.