Ama y haz lo que quieras

Rom 13,8-10

Con nadie tengáis otra deuda que la del mutuo amor. Pues el que ama al prójimo, ha cumplido la ley. En efecto, lo de ‘No adulterarás, no matarás, no robarás, no codiciarás’, y todos los demás preceptos, se resumen en esta fórmula: ‘Amarás a tu prójimo como a ti mismo.’ La caridad no hace mal al prójimo. La caridad es, por tanto, la ley en su plenitud.

San Agustín nos dejó como legado esta maravillosa frase: “Ama y haz lo que quieras.” Efectivamente, cuando amamos, hemos comprendido lo esencial de nuestra vida. Cuando amamos, correspondemos a la razón más profunda de nuestra existencia, que es la de ser amados por Dios. El amor al prójimo es la aplicación concreta de este amor; es el efecto del ser amados por Dios. ¿Quién podría cerrar su corazón frente al hermano, sabiéndose infinitamente amado? Si realmente amamos –que, vale aclarar, no es lo mismo que desear–, entonces será el amor el que nos diga qué es lo que tenemos que hacer. En este sentido podemos entender la frase de San Agustín.

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Beato Enrique de Zwiefalten: Un santo desconocido

Hoy, 4 de noviembre, se conmemora a San Carlos Borromeo, gran obispo y reformador de la Iglesia. Con justa razón, la liturgia alaba a Dios por el testimonio de este siervo suyo. Sin embargo, me parece importante dar a conocer a ciertos santos que han caído en el olvido, para regocijarnos en ellos y dar gracias al Señor por su vida. También cabe esperar que ellos se alegren cuando los recordamos.

Uno de estos santos un tanto olvidados es el beato Enrique de Zwiefalten, cuya tumba no se sabe dónde está y en cuyo honor no se ha erigido un altar o capilla, o si los hay, son muy desconocidos. Sin embargo, está grabado en la memoria de Dios y también las antiguas crónicas cuentan su historia, que es muy conmovedora.

El beato Enrique nació en el castillo de Zwiefalten alrededor del año 1200. Tenía grandes dotes naturales, sus padres eran ricos y creció mimado por todos. Sin embargo, esto no le hizo bien y comenzó a disfrutar de una «dulce vida» llena de fiestas, bailes y vino, para preocupación de sus padres, que veían cómo su hijo empezaba a despilfarrar sus abundantes talentos. ¡Pero esta vida indigna lo había cautivado! Descuidó sus estudios y se dedicó a los placeres, que se volvieron cada vez más extravagantes, convirtiendo el castillo en un lugar de encuentro y centro de todo tipo de actividades que, sin duda, desagradaban sobremanera al Señor.

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Santa Ida de Toggenburg: De una vida en palacio a la reclusión en el bosque

Al revisar en el santoral los santos que se celebran el 3 de noviembre, me conmovió particularmente la historia de santa Ida de Toggenburg, una ermitaña del siglo XIII.

Su piadoso padre, el conde Hartmann, la dio en matrimonio al conde Enrique de Toggenburg cuando ella tenía 17 años. Ida se mudó con su esposo a Suiza. Este noble, propietario de muchos castillos y respetado como buen guerrero, tenía un temperamento muy iracundo. Ida, que había sido educada en el temor de Dios y en la virtud, lo soportó con paciencia y mansedumbre. La pareja no pudo tener hijos, por lo que Ida tomó a los pobres como hijos suyos, convirtiéndose en un «ángel de consuelo» para muchas personas en las aldeas y cabañas. Además, se ocupaba de todos los habitantes del castillo y los guiaba hacia una vida piadosa con sus palabras y su ejemplo. Era muy querida por todos.

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Conmemoración de los fieles difuntos: “Las benditas almas del purgatorio”

Lam 3,17-26

Me han arrancado la paz, y ni me acuerdo de la dicha; me digo: “Se me acabaron las fuerzas y mi esperanza en el Señor.” Fíjate en mi aflicción y en mi amargura, en la hiel que me envenena; no hago más que pensar en ello y estoy abatido. Pero hay algo que traigo a la memoria y me da esperanza: que la misericordia del Señor no termina y no se acaba su compasión: antes bien, se renuevan cada mañana: ¡qué grande es tu fidelidad! El Señor es mi lote, me digo, y espero en él. El Señor es bueno para los que en él esperan y lo buscan; es bueno esperar en silencio la salvación del Señor.

Después de la Solemnidad de Todos los Santos, sigue inmediatamente la conmemoración de los fieles difuntos. Ellos pertenecen a la así llamada “Iglesia purgante”; es decir, que son nuestros hermanos que aún están a la espera de alcanzar la visión beatífica de Dios, y se encuentran atravesando su última purificación.

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Solemnidad de Todos los Santos: “El llamado universal a la santidad”

Ap 7,2-4.9-14

Yo, Juan, vi a otro ángel que subía del Oriente con el sello del Dios vivo. Gritó entonces con voz potente a los cuatro ángeles a quienes se había encomendado causar daño a la tierra y al mar: “No causéis daño ni a la tierra ni al mar ni a los árboles, hasta que marquemos con el sello la frente de los siervos de nuestro Dios.” Pude oír entonces el número de los marcados con el sello: ciento cuarenta y cuatro mil sellados, de todas las tribus de los hijos de Israel. Después miré y pude ver una muchedumbre inmensa, incontable, que procedía de toda nación, razas, pueblos y lenguas. Estaban de pie delante del trono y del Cordero, vestidos con ropas blancas y llevando palmas en sus manos. Entonces se ponen a gritar con fuerte voz: “La victoria es de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero.” Y todos los ángeles que estaban de pie alrededor del trono, de los Ancianos y de los cuatro Vivientes, se postraron delante del trono, rostro en tierra, y adoraron a Dios diciendo: “Amén. Alabanza, gloria, sabiduría, acción de gracias, honor, poder y fuerza, a nuestro Dios por los siglos de los siglos. Amén.” Uno de los ancianos tomó la palabra y me dijo: “¿Quiénes son y de dónde han venido esos que están vestidos de blanco?” Yo le respondí: “Señor mío, tú lo sabrás.” Me respondió: “Esos son los que llegan de la gran tribulación; han lavado sus vestiduras y las han blanqueado con la sangre del Cordero.”

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