«El Señor no solo nos concedió el fruto del vientre de la mujer, el Redentor, que venció a la muerte con su muerte. También nos concedió a la misma mujer, la siempre Virgen y Madre de Dios, María, como constante intercesora ante su Hijo, nuestro Dios. Ella ha aplastado y sigue aplastando la cabeza de la serpiente en cada generación y es una protectora invencible e insuperable para los pecadores más desesperados. Por eso a la Madre de Dios también se la llama ‘herida incurable para los demonios’, pues el diablo no puede llevar a la condenación a ninguna persona a menos que deje de refugiarse en la ayuda de la Madre de Dios» (San Serafín de Sarov).
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La santa obediencia de María
Mi 5,1-4ª
Así dice el Señor: “Pero tú, Belén Efratá, pequeña entre las aldeas de Judá, de ti saldrá el jefe de Israel. Su origen es desde lo antiguo, de tiempo inmemorial. Los entrega hasta el tiempo en que la madre dé a luz, y el resto de sus hermanos retornará a los hijos de Israel. En pie, pastoreará con la fuerza del Señor, por el nombre glorioso del Señor, su Dios. Habitarán tranquilos, porque se mostrará grande hasta los confines de la tierra, y éste será nuestra paz.”
Una fiesta mariana es siempre un motivo para reflexionar sobre la extraordinaria elección de la Virgen. Jamás habrá resonado lo suficiente la alabanza de la Madre de Dios, jamás confiaremos lo suficiente en ella y nunca nos excederemos en elogiar sus virtudes…