Tomás, uno de los doce, llamado Dídimo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Los otros discípulos le dijeron: “¡Hemos visto al Señor!” Pero él les respondió: “Si no le veo en las manos la marca de los clavos, y no meto mi dedo en esa marca de los clavos y meto mi mano en el costado, no creeré”. A los ocho días, estaban otra vez dentro sus discípulos y Tomás con ellos. Aunque estaban las puertas cerradas, vino Jesús, se presentó en medio y dijo: “La paz esté con vosotros”. Después le dijo a Tomás: “Trae aquí tu dedo y mira mis manos, y trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente”. Respondió Tomás y le dijo: “¡Señor mío y Dios mío!” Jesús contestó: “Porque me has visto has creído; dichosos los que no han visto y han creído”.
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NO DAR CABIDA A LA TRISTEZA
«La tristeza es un gran obstáculo: sofoca la vida, empaña la luz y extingue el fuego del amor» (Juan Taulero).
Los maestros de la vida espiritual nos advierten insistentemente contra los pensamientos lúgubres a los que damos cabida en nuestro interior. Los padres del desierto los designan como “tristitia”, refiriéndose a una tristeza desordenada. Esta es totalmente distinta a la tristeza que podemos sentir por nuestros pecados personales y que lleva al arrepentimiento, o a la tristeza por los pecados del mundo, que nos lleva a orar y sacrificarnos por la humanidad.