«Tú, Señor, has puesto en mi corazón más alegría que si abundara en trigo y en vino» (Sal 4,9).
Los placeres terrenales, aunque puedan conmocionar e incluso deleitar nuestros sentidos, pasan de prisa y luego hace falta repetirlos. Los goces espirituales, en cambio, dejan una profunda huella en nuestra alma y son capaces de moldearla. Si aspiramos con demasiada intensidad a los placeres terrenales, corremos el peligro de caer en dependencias y de buscar cada vez menos las alegrías espirituales. Por tanto, aunque podamos deleitarnos en el «trigo y el vino», solo debemos hacerlo en tal medida que no adquieran un valor demasiado alto para nosotros y no perdamos de vista las verdaderas alegrías.