“Haré de tu corazón el trono de mi gloria y de mi misericordia” (Palabra interior).
Si le entregamos nuestro corazón al Padre Celestial, Él no descansará hasta haberlo convertido en un maravilloso templo interior adornado con todo tipo de piedras preciosas. Estas son las virtudes teologales y los dones del Espíritu Santo que se van desplegando en nosotros. De este modo, nuestro Padre se glorifica en nosotros, porque al adoptar sus rasgos y reflejar su ser, nos vamos convirtiendo en «otros Cristos», como se decía de San Francisco de Asís.