“La gran obra de Cristo fue dar a conocer al Padre” (San Hilario de Poitiers).
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Evangelio de San Juan (Jn 10,40-42–11,1-16): “Signos y milagros”
Jesús se fue de nuevo al otro lado del Jordán, donde Juan bautizaba al principio, y allí se quedó. Y muchos acudieron a él y decían: “Juan no hizo ningún signo, pero todo lo que Juan dijo de él era verdad.” Y muchos allí creyeron en él.
Había un enfermo que se llamaba Lázaro, de Betania, la aldea de María y de su hermana Marta. María era la que ungió al Señor con perfume y le secó los pies con sus cabellos; su hermano Lázaro había caído enfermo. Entonces las hermanas le enviaron este recado: “Señor, mira, aquel a quien amas está enfermo”. Al oírlo, dijo Jesús: “Esta enfermedad no es de muerte, sino para gloria de Dios, a fin de que por ella sea glorificado el Hijo de Dios”. Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro. Aun cuando oyó que estaba enfermo, se quedó dos días más en el mismo lugar. Luego, después de esto, les dijo a sus discípulos: “Vamos otra vez a Judea”. Le dijeron los discípulos: “Rabbí, hace poco te buscaban los judíos para lapidarte, y ¿vas a volver allí?” “¿Acaso no son doce las horas del día?” -respondió Jesús. Si alguien camina de día no tropieza porque ve la luz de este mundo; pero si alguien camina de noche tropieza porque no tiene luz. Dijo esto, y a continuación añadió: “Lázaro, nuestro amigo, está dormido, pero voy a despertarle”.