“Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Sal 22,1).
Estas son las palabras del salmo 22 que Jesús pronuncia poco antes de expirar.
Nuestro Padre jamás lo abandonó, pero, puesto que Jesús cargó todo el pecado de este mundo y lo clavó en la Cruz, Dios permitió que experimentara “en carne propia” todo el peso del alejamiento de Dios, ese terrible estado interior de verse excluido del amor y de la verdadera vida, “como los caídos que yacen en el sepulcro” (Sal 87,6).