“Dios de los ejércitos, restáuranos, que brille tu rostro y nos salve” (Sal 79,20).
¡Cuántas veces estamos necesitados de que nuestro Padre nos levante y nos restaure! ¡Y cuántas veces Él lo hace! ¿Quién no es escuchado cuando acude a Él?
“Dios de los ejércitos, restáuranos, que brille tu rostro y nos salve” (Sal 79,20).
¡Cuántas veces estamos necesitados de que nuestro Padre nos levante y nos restaure! ¡Y cuántas veces Él lo hace! ¿Quién no es escuchado cuando acude a Él?
Hch 5,27-33
En aquellos días, trajeron a los apóstoles y los presentaron en el Sanedrín. El Sumo Sacerdote les interrogó; les dijo: “Os prohibimos severamente enseñar en ese nombre; sin embargo, habéis llenado Jerusalén con vuestra enseñanza y pretendéis hacernos culpables de la muerte de ese hombre.”
“Desahogo ante El mis afanes, expongo ante Él mi angustia” (Sal 141,2).
Podemos e incluso debemos hablar abiertamente con nuestro Padre sobre todo lo que nos angustia; plantearle las preguntas que llevamos en nuestro corazón, especialmente aquellas para las cuales no hemos hallado respuesta y cuya respuesta quizá incluso tememos en cierto modo. Conocemos muchos versos de los salmos en los que el salmista expresa lo más profundo de sus angustias. No es capaz de superarlas por sí mismo y así se dirige al Padre Celestial.
Jn 3,16-21
Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo unigénito, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.
“¿Quién se da cuenta de sus yerros? De las faltas ocultas límpiame” (Sal 19,13).
La preocupación de nuestro Padre Celestial por nuestra salvación eterna no sólo abarca el ámbito del pecado y las malas actitudes de las que estamos conscientes y por cuya superación podemos trabajar; sino que incluye también todas aquellas esferas de las que no estamos conscientes y que, no obstante, surten efecto en nuestro interior.
Hch 4,32-37
La multitud de los creyentes tenía un solo corazón y un solo espíritu. Nadie consideraba sus bienes como propios, sino que todo lo tenían en común. Los apóstoles daban testimonio de la resurrección del Señor Jesús con gran poder. Y gozaban todos de gran simpatía.
“Coloca, Señor, una guardia en mi boca, un centinela a la puerta de mis labios” (Sal 140,3).
¿Quién puede controlar su lengua? El Apóstol Santiago nos responde: “Ningún hombre es capaz de domar su lengua. Es un mal siempre inquieto y está llena de veneno mortífero” (St 3,8).
Jn 3,1-8
Había entre los fariseos un hombre llamado Nicodemo, magistrado judío. Fue éste donde Jesús de noche y le dijo: “Rabbí, sabemos que has venido de Dios como maestro, porque nadie puede realizar los signos que tú realizas, si Dios no está con él.” Jesús le dijo: “En verdad, en verdad te digo que el que no nazca de nuevo no puede ver el Reino de Dios.”
“Quien permanece en la doctrina, ése posee al Padre y al Hijo” (2Jn 1,9b).
Nuestro Padre nos ha encomendado un gran tesoro, que la Iglesia ha custodiado fielmente: la doctrina de Cristo. Ésta proporciona a nuestro entendimiento la luz sobrenatural, para que no nos extraviemos y caigamos así en los lazos que el Maligno nos tiende. El error en materia de fe empaña nuestra relación con Dios, porque es una “falsa luz”, un fuego fatuo que penetra en nuestra alma, ocupando el lugar del verdadero conocimiento de Dios. Así, la falsa doctrina afecta también a nuestra capacidad de amar, porque obstaculiza un conocimiento más profundo de Dios, que, a su vez, despertaría cada vez más nuestro amor por Él.
Jn 20,19-30
Al atardecer de aquel día, el primero de la semana, los discípulos tenían cerradas las puertas del lugar donde se encontraban, pues tenían miedo a los judíos. Entonces se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: “La paz con vosotros.” Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Los discípulos se alegraron de ver al Señor.