Cuando despierto en la mañana, Tú, Padre, ya estás ahí, y toda la noche has velado sobre mí. Entonces esperas que me dirija a Ti y que mi primera palabra te sea consagrada a Ti. ¡Sí, Padre, de buena gana y con alegría lo haré! Pero a veces lo olvido y me dejo llevar por los estados de ánimo. ¡Qué lástima!
Cuán importante es esta primera palabra: ¡el saludo a Ti! Ella me coloca en la verdad del ser, pues ¿quién en el orden de la Creación redimida no te saludaría?