Vivir en una íntima relación con Dios Padre, tal como Él la desea e incluso la pide, conlleva una gran responsabilidad de nuestra parte. Pensemos en los sacerdotes, a quienes les ha sido encomendado el gran tesoro de los sacramentos. Fijémonos especialmente en el más grande de ellos, el Cuerpo de Cristo presente en el Sacramento del Altar. ¿Cómo lo trata el sacerdote? ¿Con suma reverencia y respeto o con cierta indiferencia y descuido? De alguna manera, podríamos decir que el Señor se entrega en sus manos, y él, por su parte, debe tener mucha delicadeza para corresponder de forma apropiada a la confianza que se le brinda. A este respecto, el Padre nos dice lo siguiente en su Mensaje:
“Quisiera que se genere una gran confianza entre el hombre y su Padre del cielo, un verdadero espíritu de familiaridad y delicadeza al mismo tiempo, para que Mi gran bondad no sea abusada.”
Lo que hemos dicho con respecto al sacerdote cuenta también para todos nosotros, porque el Señor no sólo está presente en el Santísimo Sacramento, sino que nos rodea siempre y en todas las situaciones. Su corazón está abierto de par en par para nosotros, y precisamente por ese gran amor –que puede ser rechazado– es necesario ser delicados para no abusar de él.
Esto cuenta también para las peticiones que le dirigimos al Señor. Si tratamos con una persona que está siempre dispuesta a cumplir cuanto le pedimos, no nos aprovechamos de su bondad. Sentimos que no debemos ceder al egoísmo, de modo que ella, con su talante bondadoso, tenga que servir a este nuestro egoísmo. Lo mismo sucede con nuestro Padre Celestial. Aunque ciertamente podemos llevar confiadamente ante Él nuestros deseos, tanto los de grandes dimensiones como los más pequeños, debemos ser muy cuidadosos para no lastimar esta delicada relación de amor.