¡Ahora has descendido, Amado Espíritu Santo! En esta ocasión, llegaste en la tormenta, en una “impetuosa ráfaga de viento” (cf. Hch 2,2); y no en una “suave brisa” como cuando te manifestaste a tu amigo, el Profeta Elías (cf. 1Re 19,11-13). A él te mostraste más escondida y suavemente, así como sueles actuar en las almas de aquellos que te dejan entrar. Pero hoy, en el acontecimiento de Pentecostés, fue distinto… ¡Cuán maravilloso y convincente fue tu actuar! Los apóstoles hablaban y anunciaban en su propia lengua; pero todos los allí presentes los entendían cada cual en su propio idioma.