Se dio otro caso. Siete hermanos fueron apresados junto con su madre. El rey, para forzarlos a probar carne de puerco (prohibida por la Ley), los flageló con azotes y nervios de buey. Admirable de todo punto y digna de glorioso recuerdo fue también aquella madre que, al ver morir a sus siete hijos en el espacio de un solo día, sufría con valor porque tenía la esperanza puesta en el Señor.
En aquellos días, a Eleazar, uno de los principales escribas, hombre de edad avanzada y semblante muy digno, le abrían la boca a la fuerza para que comiera carne de cerdo. Pero él, prefiriendo una muerte honrosa a una vida de infamia, escupió la carne y avanzó voluntariamente al suplicio, como deben hacer los que son constantes en rechazar manjares prohibidos, aun a costa de la vida. Los que estaban encargados del banquete sacrificial contrario a la Ley, como ya conocían de antiguo a este hombre, lo ponían aparte y le invitaban a traer carne preparada por él mismo, que le fuera lícita, y a simular como si comiese la mandada por el rey, tomada del sacrificio. Lo hacían para que, obrando así, se librara de la muerte, y por su antigua amistad hacia ellos alcanzara benevolencia.
En aquellos días, surgió un renuevo pecador de los descendientes de Alejandro Magno, Antíoco Epífanes, hijo del Rey Antíoco, que había estado como Rehén en Roma. Subió al trono el año ciento treinta y siete del imperio de los griegos. En aquellos días aparecieron en Israel algunos rebeldes que sedujeron a muchos diciendo: “Vamos, concertemos alianza con los pueblos que nos rodean, porque desde que nos hemos separado de ellos nos han sobrevenido muchos males.”
Le preguntaron a Jesús sus discípulos: “Maestro, ¿cuándo sucederá eso? ¿Cuál será la señal de que todas estas cosas están para ocurrir?” Jesús respondió: “Mirad, no os dejéis engañar. Porque vendrán muchos usurpando mi nombre y diciendo: ‘Yo soy’ y ‘El tiempo está cerca’. No les sigáis. Cuando oigáis hablar de guerras y revoluciones, no os aterréis. Es necesario que sucedan primero estas cosas, pero el fin no es inmediato.”
En el marco de las meditaciones sobre aquellas actitudes que nos privan de libertad y debemos superar o, al menos, refrenar y contrarrestar, quisiera recomendar el valioso libro “Nuestra transformación en Cristo”, escrito por Dietrich von Hildebrand. Aparte de otros excelentes temas que en él se tratan, hay un capítulo sobre “La verdadera libertad”, que me sirvió como base e inspiración para la temática que estamos tratando. Este libro, así como también otros escritos del mismo autor, están traducidos al inglés y al español. Las obras de Dietrich von Hildebrand son un verdadero tesoro espiritual y ayudan mucho a ir formando el discernimiento de los espíritus, que es tan importante en el tiempo actual.
En la última meditación, señalé que, de ser posible, se evite el contacto con aquellas personas que nos superan en dinamismo, en cuanto hayamos comprobado que nos influencian negativamente y no podemos resistirles lo suficiente. Vale insistir en que esto no es ser cobardes, sino reconocer prudentemente la propia debilidad. En este contexto, hay que decir que es necesario hacer una distinción, porque también existe en el hombre la tendencia a evadir todo conflicto, para protegerse a sí mismo y procurar una falsa armonía. En este caso, sí podría ser cobardía, y ésta debe superarse necesariamente en Cristo, porque puede llevar incluso a la negación del Señor.
Todavía en el contexto de las carencias de libertad, queremos hoy tocar un tema que afecta tanto nuestra vida en general como también la vida espiritual, y puede reducir notablemente la expresión de la libertad en Cristo. Es sumamente importante vencer estas carencias de libertad, pues incluso pueden volverse peligrosas cuando no las dominamos. Para esta meditación me basaré en el libro “Nuestra transformación en Cristo” de Dietrich von Hildebrand, específicamente en el capítulo que se titula “La verdadera libertad”.
Si uno observa con mirada espiritual a una persona que está fuertemente determinada por la vanidad, se podrá notar de inmediato su carencia de libertad. Su enfoque no está puesto en Dios, sino en sí misma. Además, fácilmente se hace dependiente del juicio de otras personas.
La vanidad es una carencia de libertad bastante común, cuyo efecto negativo en el seguimiento de Cristo suele subestimarse. Tiene diversas manifestaciones, y, en lo que refiere a la apariencia física, afecta sobre todo a la mujer.
La verdadera libertad es aquella gratificante libertad que únicamente puede alcanzarse en la entrega total a Cristo. No se trata, entonces, de la libertad que el hombre posee como don de Dios por el hecho de ser persona; sino que es la libertad que sólo puede poseerse en la perfección cristiana. Por ello, el tema que hemos tratado en los últimos días sobre cómo alcanzar la verdadera libertad, está relacionado con la transformación interior en Cristo. Esta transformación significa que la imagen de Dios ha de desplegarse más y más en nosotros.