“No temas, pequeño rebaño, porque a vuestro Padre le ha parecido bien daros a vosotros el Reino. Vended vuestros bienes y dadlos en limosna. Haceos bolsas que no se deterioran, un tesoro inagotable en los cielos, donde no llega el ladrón, ni la polilla corroe. Porque donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón.
El que siembra tacañamente, tacañamente cosechará; el que siembra generosamente, generosamente cosechará. Cada uno dé como haya decidido su conciencia: no a disgusto ni por compromiso; porque al que da de buena gana lo ama Dios. Tiene Dios poder para colmaros de toda clase de favores, de modo que, teniendo siempre lo suficiente, os sobre para obras buenas. Como dice la Escritura: «Reparte limosna a los pobres, su justicia es constante, sin falta.» El que proporciona semilla para sembrar y pan para comer os proporcionará y aumentará la semilla, y multiplicará la cosecha de vuestra justicia.
Moisés habló al pueblo diciendo: “Pregunta, pregunta a los tiempos antiguos que te han precedido, desde el día en que Dios creó al hombre sobre la tierra: ¿Hubo jamás desde un extremo a otro del cielo cosa tan grande como ésta? ¿Se oyó algo semejante? ¿Hay algún pueblo que haya oído como tú has oído la voz del Dios vivo hablando de en medio del fuego, y haya sobrevivido? ¿Algún dios intentó jamás venir a buscarse una nación de en medio de otra por medio de pruebas, señales, prodigios, en la guerra, con mano fuerte y tenso brazo, con portentos terribles, como todo lo que Yahvé vuestro Dios hizo con vosotros en Egipto, ante vuestros propios ojos?
En aquellos días, la comunidad entera de los israelitas llegó al desierto de Sin el mes primero, y el pueblo se instaló en Cadés. Allí murió María y allí la enterraron. Faltó agua al pueblo, y se amotinaron contra Moisés y Aarón. El pueblo riñó con Moisés, diciendo: «¡Ojalá hubiéramos muerto como nuestros hermanos, delante del Señor! ¿Por qué has traído a la comunidad del Señor a este desierto, para que muramos en él, nosotros y nuestras bestias? ¿Por qué nos has sacado de Egipto para traernos a este sitio horrible, que no tiene grano ni higueras ni viñas ni granados ni agua para beber?»
A través de las meditaciones de los últimos días, hemos podido encontrarnos más de cerca con Dios Padre. A veces las experiencias negativas que hemos tenido en nuestra vida nos impiden reconocer la verdadera imagen de Dios, por ejemplo, si la relación con nuestro padre biológico ha sido más bien problemática. Sin embargo, uno no debe sucumbir bajo estas experiencias, sino que entonces será tanto más necesario que descubramos a Dios como nuestro amoroso Padre, que puede sanar nuestras heridas y llenar consigo mismo cualquier vacío interior.
¡La dicha de Dios es estar entre nosotros, los hombres! ¡Y esto cuenta para cada persona en particular!
Lamentablemente lo conocemos muy poco. Incluso a nosotros, los cristianos, nos hace falta vivir en una relación de plena confianza con Él. ¡Pero qué preciosa sería la vida si en todo descubriéramos el amor de nuestro Padre; si supiéramos que en Él está nuestro refugio; si percibiésemos cómo Su amor está obrando en nosotros, conduciéndonos por el camino de la perfección!
Lo mejor que podemos darle al Padre es nuestro sincero amor. Recordemos que Jesús nos dijo: “El que tiene mis mandamientos y los guarda, ése es el que me ama” (Jn 14,21). Esta es la respuesta constante y necesaria, de manera que el amor de Dios no sólo tenga que buscarnos, sino que además pueda penetrarnos. Mientras no vivamos de acuerdo a los mandamientos, Dios llamará a la puerta de nuestro corazón, para que lo dejemos entrar. Si le abrimos la puerta, vendrá el Padre junto al Hijo y al Espíritu Santo para poner su morada en nosotros (cf. Jn 14,23).
Un refrán alemán dice así: “Honra a quien merece honra”. ¡Este dicho se aplica a Dios Padre mejor que a nadie más! A Él le corresponde “el honor, la gloria y la alabanza”, como exclama maravillosamente el cántico del Apocalipsis (Ap 5,12). Si pudiéramos echar un vistazo al cielo, siendo testigos de cómo los ángeles y santos, que viven en amorosa y plena comunión con Él, lo honran sin cesar; entonces nuestra actitud frente a Dios se vería profundamente traspasada.
En el año 1932, Dios Padre se apareció a la Madre Eugenia Ravasio. Ella escribió el mensaje del Padre Celestial. Después de una larga evaluación, el obispo encargado dio el reconocimiento eclesiástico a este mensaje. Así, la humanidad ha recibido un valiosísimo regalo en el librito titulado “El Padre habla a sus hijos”.
La generosidad hace parte del ser de Dios. Con gran alegría, Él nos comparte sus inconmensurables riquezas. No solamente nos da vida; sino que quiere dárnosla en abundancia (cf. Jn 10,10). En la eternidad nos espera un gozo y una dicha sin igual, que no tendrá fin. Ya no habrá necesidad, ni habrá tribulación, ni habrá llanto (cf. Ap 21,4)… ¡Dios mismo será nuestra recompensa! Para nuestra vida terrena, nos envía su Espíritu, que clama en nosotros “Abbá, Padre”(cf. Gal 4,6) e “intercede por nosotros con gemidos inenarrables”(Rom 8,26). ¡Y este Espíritu nos es concedido en abundancia!