«Habiendo comprendido cuál es el lugar de mi reposo, ¿no querréis dármelo? (…) ¡Oh! ¡No me hagáis sufrir por vuestra crueldad frente a un Padre que os pide este único favor, para poder colmaros de todos sus beneficios!» (Mensaje de Dios Padre a Sor Eugenia Ravasio).
Si nos dejamos tocar por quién nos pide este «favor» y cómo lo hace, todas las falsas imágenes de Dios se disiparían en nosotros. Solo un Padre lleno de amor, en quien no hay nada contrario al amor, puede pedir de esta forma. Esta sola frase debería bastar para derretir todo rastro de reserva, desconfianza o vacilación en nuestro corazón y para sacar a la luz todo lo que aún está a oscuras en nuestro interior.
Nuestro Padre incluso menciona nuestra «crueldad», que le hace sufrir. En tal caso, el supremo amor de Dios se topa con la cerrazón del corazón humano, que no está dispuesto a concederle el único favor que Él le pide. Así de abismal es la diferencia. Por un lado, está un Dios que no se cansa de dar; por otro, el hombre que se cierra a este inconmensurable amor. Si nos fijamos más de cerca en el «favor» que nuestro Padre pide, veremos que no lo pide para sí mismo, ya que el Dios omnipotente no tiene necesidad de nada, sino con el único fin de darse a sí mismo.
Recordemos siempre que Dios sufre cuando el hombre no le deja entrar en su corazón, ese corazón que Él mismo le ha dado. Dios sufre cuando no puede colmar al hombre con todo el amor que desea darle. Dios sufre cuando el hombre no sigue sus caminos y se cierra a la gracia.
Entonces, ¿qué podemos hacer al escuchar estas lamentaciones?
¡Entreguemos simplemente nuestro corazón al Señor y pidámosle que permanezca siempre con nosotros!
