Rom 12,5-16a
Nosotros, aunque somos muchos, no formamos más que un solo cuerpo en Cristo: los unos somos miembros para los otros. Pero tenemos dones diferentes, según la gracia que Dios nos ha concedido: si es el don de profecía, ejerciéndolo en la medida de nuestra fe; si es el ministerio, sirviendo en el ministerio; si es la enseñanza, enseñando; si es la exhortación, exhortando. El que da, que dé con sencillez; el que preside, que sea solícito; el que ejerce la misericordia, que lo haga con jovialidad.
Que vuestra caridad no sea fingida; detestad el mal y adheríos al bien; amaos cordialmente los unos a los otros, estimando en más cada uno a los otros. Sed diligentes y evitad la negligencia. Servid al Señor con espíritu fervoroso. Alegraos de la esperanza que compartís; no cejéis ante las tribulaciones y sed perseverantes en la oración. Compartid las necesidades de los santos y practicad la hospitalidad. Bendecid a los que os persiguen; no maldigáis. Alegraos con los que se alegran; llorad con los que lloran. Tened un mismo sentir los unos para con los otros. No seáis altaneros; inclinaos más bien por lo humilde.
Los consejos del Apóstol San Pablo siguen siendo una clara orientación para la edificación de las comunidades en la actualidad, y haríamos bien en considerarlos y ponerlos en práctica.
¡Qué reconfortante es aquella imagen de la Iglesia como el Cuerpo místico de Cristo, en el que cada miembro está asociado al otro y todos se complementan! Esta idea nos librará de pensar que todo depende exclusivamente de nuestra propia persona, como si tuviéramos que cubrir todos los ámbitos de la vida espiritual por nuestra propia cuenta. ¡No es así! Más bien, debemos examinar cuáles son los dones que Dios nos ha concedido, y cuestionarnos cómo podemos hacerlos fructificar para la edificación del Cuerpo de Cristo. Allí donde podemos reconocer nuestros dones –o donde otros hermanos en la fe nos ayuden a descubrirlos–, allí estamos llamados a dar nuestro aporte específico para el Reino de Dios.
Si siempre permanecemos conscientes de que los dones de la gracia son un regalo de Dios, que a Él se los debemos y que hacer uso de ellos es nuestra santa obligación, recordaremos que es necesario emplearlos en un espíritu de humildad, más aún si se trata de dones extraordinarios.
El primer don que menciona San Pablo en la lectura de hoy es el de profecía, pero viene seguido de una frase importantísima. Este don debe ser ejercido en conformidad con la fe.
Esto cuenta también en la actualidad, pues no podemos cultivar los dones carismáticos de forma alborotada. Para ello hace falta que nos examinemos. Es algo similar a lo que debe hacerse con los dones místicos que pueden presentarse en la vida de ciertos fieles. También estos dones han de ser examinados, para certificar que al menos no contradigan la fe y no induzcan a error. Incluso las renovaciones pastorales que se pretenda hacer en la Iglesia requieren esta examinación, para comprobar si verdaderamente están de acuerdo con la doctrina y la praxis de la Iglesia.
Si vemos los dones del Señor como un regalo del amor divino para nosotros y para el Cuerpo de Cristo, podremos entender por qué San Pablo relaciona su ejercicio con algunas exhortaciones, como por ejemplo: dar con sencillez, presidir con solicitud, practicar la misericordia con alegría, enseñar consolando y exhortando… Podríamos resumir estas indicaciones de San Pablo en estas palabras suyas: “Que vuestra caridad no sea fingida”.
San Pablo quiere que el ejercicio de los dones vaya acompañado por el crecimiento interior de la comunidad, y que los dones sean practicados en el mismo Espíritu en que fueron concedidos por Dios.
Los dones carismáticos no son de ninguna manera una expresión de la santidad personal del que los ejerce. Una persona podría, por ejemplo, tener el don de profecía; pero a pesar de ello ser vanidoso y ni siquiera esforzarse en superar ese defecto. Otra persona podría tener el don de la enseñanza, pero a la vez puede querer tener siempre la razón. Otra persona podría estar llamada a presidir, y aun así ser negligente.
Pero, por otra parte, si se practican los dones en el verdadero espíritu, éstos pueden ser un estímulo en el camino de santidad. Y es que estos dones superan aquellos otros que Dios ha concedido a nuestra naturaleza humana, puesto que proceden directamente del Espíritu de Dios.
La lectura de hoy nos proporciona un sinnúmero de consejos, que valdría la pena meditar uno por uno. Pero por hoy nos contentaremos con guardar los dos fundamentos que son necesarios para que los dones de Dios puedan brillar en toda su belleza y alcanzar su máxima fecundidad: se trata del amor y de la humildad.
Con la última frase del texto, San Pablo nos exhorta a practicar la humildad: “Tened un mismo sentir los unos para con los otros. No seáis altaneros; inclinaos más bien por lo humilde.”
Debemos estar vigilantes, también a la hora de ejercer los dones que Dios nos ha concedido. Fácilmente sucede que ciertos dones llaman la atención de las personas y pueden despertar en ellas admiración hacia el que los tiene. Además, nosotros mismos podemos caer en autocomplacencias, en lugar de servir con gratitud.
No aspiremos los dones por motivaciones equivocadas; ni busquemos altas posiciones o la atención de los demás para ser lisonjeados. Antes bien, descubramos y usemos aquello que Dios, en su gran amor, nos ha confiado; y estemos atentos a hacerlo siempre en el amor y en la verdad.
NOTA: Puesto que hoy es el día 7 del mes, que siempre lo dedicamos de forma especial a nuestro Padre Celestial, queremos invitaros a escuchar los “3 minutos para Abbá”, que es un pequeño impulso que publicamos a diario con el fin de profundizar la relación de confianza con Dios Padre. Podéis encontrarlos en los siguientes enlaces:
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