Rom 6,12-18
No permitáis que el pecado reine en vuestro cuerpo mortal; de ese modo no acataréis sus deseos. Y no convirtáis vuestros miembros en instrumentos de injusticia al servicio del pecado. Ofreceos más bien a Dios como si fueseis muertos que han vuelto a la vida; y vuestros miembros, como instrumentos de justicia al servicio de Dios. Pues el pecado no volverá a dominaros, ya que no estáis a merced de la ley, sino bajo la gracia de Dios. Entonces, ¿qué? Si ya no estamos a merced de la ley, sino bajo la gracia, ¿podremos pecar? ¡De ningún modo! ¿No sabéis que, si os ofrecéis a alguien para obedecerle, os hacéis esclavos de ése a quien obedecéis? Así, la esclavitud al pecado conduce a la muerte, y la obediencia a Dios, a la justicia.
Pero, gracias a Dios, vosotros, que erais esclavos del pecado, habéis obedecido de corazón al modelo de doctrina que habéis recibido, y, liberados del pecado, os habéis hecho esclavos de la justicia.
Como hijos de Dios, todos nosotros estamos llamados a la libertad (cf. Rom 8,21). Es importante que comprendamos adecuadamente el término “libertad”. Existen libertades secundarias, como, por ejemplo, el poder decidir el color con el que queremos pintar nuestra casa u otras cosas parecidas.
Sin embargo, la verdadera libertad es la capacidad del hombre de optar por lo correcto. Y para nosotros, los cristianos, hacer lo correcto significa cumplir la Voluntad del Padre.
En la lectura de hoy, San Pablo nos muestra el principal obstáculo que nos impide cumplir la Voluntad de Dios: es el pecado. Como sabemos, el pecado –que lamentablemente reina en nuestro cuerpo mortal– es la rebelión contra Dios, contra su Voluntad. Por ello es tan importante combatir el pecado con la fuerza del Espíritu de Dios. Aquí hay que actuar con mucha resolución y firmeza, pues nunca se puede minimizar la dimensión destructiva que el pecado acarrea. Conocemos bien nuestra inclinación al pecado; por ello, no solamente hemos de evitarlo en sí mismo, sino también trabajar contra todas las malas tendencias en nuestro corazón.
Ésta es una tarea ardua, que llevará tiempo, pues el pecado, con sus desastrosas consecuencias, ha carcomido nuestro corazón, por así decir. Necesitamos mucha perseverancia, y una y otra vez tendremos que volver a la fuente del perdón divino, para poder refrenar nuestras malas inclinaciones y vencerlas con la gracia de Dios. Los maestros espirituales nos dicen que este combate durará hasta el final de nuestra vida. Pero es importante que lo asumamos seriamente.
Pongamos un ejemplo: Descubrimos que en nuestro corazón hay envidia, y podemos notar que este sentimiento surge cada vez que tenemos la impresión de que la otra persona disfruta de un privilegio que nosotros mismos no hemos recibido. Esta envidia puede referirse tanto a las cosas materiales como a las espirituales.
El primer paso es decirle “no” a la envidia en mí. Este repudio surge al comprender que la envidia es mala, que no corresponde a la Voluntad de Dios, que desfigura nuestro ser y que es una cualidad propia del Diablo: “La muerte entró en el mundo por envidia del Diablo” (Sab 2,24).
Para ver aún más claramente la fealdad de la envidia, conviene cobrar cada vez más consciencia de cuál es su esencia, y notar cómo impide un trato libre con el prójimo. En lugar de mirarlo con los ojos del Señor y apreciar con gratitud sus cualidades como un don de Dios, se las envidiamos y nos resulta casi imposible ver algo bueno en él. ¡El corazón se ha oscurecido y nos encontramos atados a nosotros mismos!
Ahora habrá que poner constantemente ante Dios esta oscuridad y el apego a nosotros mismos, pidiéndole al Espíritu Santo que infunda su luz y su amor en nuestra oscuridad. También debemos intentar agradecerle al Señor por las buenas cualidades de la otra persona, aunque tengamos que irnos en contra de nuestros propios sentimientos. No es una tarea fácil, porque la envidia, que es una fuerza espiritual que se apodera negativamente de nuestros sentimientos, tratará de impedirlo e incluso querrá convencernos de que estamos siendo bastante hipócritas con tales actos.
Nosotros, por nuestra parte, hemos de mantenernos firmes en las palabras de San Pablo: el pecado no debe reinar sobre nosotros, ni en lo que refiere a las tentaciones de la carne ni a las del espíritu.
La palabra “reinar” señala que debe darse en nosotros un cambio de mando, para lo cual hemos de librar un arduo y largo combate. Nuestro corazón y las inclinaciones de nuestros sentidos han de quedar sometidas al influjo de la gracia, y entonces, con la cooperación de nuestra voluntad, podrá suceder este cambio de mando, de modo que sirvamos a la justicia y no al pecado.