Mt 22,15-21
En aquel tiempo, los fariseos se fueron y celebraron consejo sobre la forma de sorprender a Jesús en alguna palabra. Así que enviaron a sus discípulos, junto con los herodianos, a decirle: “Maestro, sabemos que eres veraz y que enseñas el camino de Dios con franqueza, y no te importa de nadie, porque no miras la condición de las personas. Dinos, pues, qué te parece: ¿es lícito pagar tributo al César o no?” Mas Jesús, adivinando su malicia, dijo: “Hipócritas, ¿por qué me tentáis? Mostradme la moneda del tributo.”
Ellos le presentaron un denario. Él les preguntó: “¿De quién son esta imagen y la inscripción?” Respondieron: “Del César.” Entonces les dijo: “Pues lo del César devolvédselo al César, y lo de Dios, a Dios.” Al oír esto, quedaron maravillados y, dejándole, se fueron.
“El que cava un hoyo para hacer caer a otros, termina cayendo en él”. Este refrán se emplea en Alemania para referirse a aquellos que, intencionalmente, quieren perjudicar a otra persona; pero su malvado propósito recae sobre ellos mismos. También es un tema muy común en los cuentos: los planes y las acciones malvadas se vengan, pues no se puede jugar con la verdad ni se la puede manipular.
Si los fariseos hubiesen tomado en cuenta esta “moraleja”, no hubiesen pretendido ponerle una trampa a Jesús. Pero su corazón ya se había cerrado ante Él. Tal vez creían tener el derecho a plantearle esta pregunta, pues querían encontrar una prueba de que Jesús pecaba contra su religión.
Pero su pregunta estaba llena de hipocresía, y se delataron ya con la primera frase que le dirigen al Señor: “Maestro, sabemos que eres veraz y que enseñas el camino de Dios con franqueza, y no te importa de nadie, porque no miras la condición de las personas.”
Jesús hubiera podido cerrar la conversación después de esta afirmación, diciéndoles simplemente: “Si las cosas son como vosotros decís, entonces solo hace falta que me escuchéis”. Pues aunque se trataba de un preámbulo lleno de hipocresía, estaban diciendo la verdad, para luego hacerle caer en la trampa.
Este pasaje nos muestra cómo actúan las fuerzas del mal; mientras que, por otra parte, la reacción de Jesús nos enseña cuál debe ser nuestra actitud frente a ellas.
Las fuerzas del mal suelen disfrazar sus intenciones y les gusta halagar a las personas. ¿A quién no le gustaría que le dijeran que siempre dice la verdad, que es justo, que no se deja corromper y que enseña el camino de Dios? ¡Éste es un gran elogio, y como cristianos aspiramos estos valores! Uno podría interpretar una alabanza tal como una confirmación de los esfuerzos realizados. Incluso puede corresponder a la realidad, como en el caso del Señor.
Pero la vigilancia espiritual nos enseña a lidiar con prudencia con los elogios que recibimos de las personas. Y es que este tipo de alabanzas puede alimentar nuestra vanidad y autocomplacencia, que todavía no han sido vencidas en nuestro interior. Fácilmente sucede que las personas nos admiran y felicitan cuando hacemos algo que llama la atención. Puesto que el hombre aspira la grandeza, podemos sentir que nuestro valor personal crece cuando recibimos alabanzas de los demás. Pero precisamente en este punto podemos caer en engaños. Aunque la alabanza proceda de una buena intención, hace falta estar siempre espiritualmente vigilantes, para que todo lo bueno que hemos hecho y todos los dones que hemos recibido en nuestra vida se los atribuyamos a Dios, llenos de gratitud; y no los consideremos como nuestros propios méritos.
Jesús –en quien no hay vanidad alguna– no se dejó engañar por la alabanza hipócrita, y así pudo identificar la trampa que le estaban tendiendo y responder como correspondía. Los fariseos y herodianos quedaron avergonzados por su respuesta, y a nosotros nos dejó para todos los tiempos esta valiosa lección sobre la distinción que hay que hacer entre las cosas de este mundo y las cosas espirituales.
Para poder reaccionar con tal sabiduría ante una trampa, hace falta tener libertad interior, para que el Espíritu Santo pueda guiarnos.
Nosotros hemos de proteger nuestro “castillo interior”, que es nuestra alma, para que no caigamos en las trampas que nos tiendan. ¡Debemos comprender que nuestro valor consiste en ser hijos amados de Dios! ¡De Él procede nuestra dignidad! Estando conscientes de ello, podremos reaccionar con libertad frente a los elogios humanos. En caso de que sean sinceros y justificados, podemos agradecer al Señor y alegrarnos. En cambio, si son alabanzas hipócritas o que no corresponden a la verdad, no nos dejaremos cegar; sino que seguiremos vigilantes en nuestro camino.
En el Espíritu de Dios, quizá podamos también dar la respuesta indicada; una respuesta que glorifique a Dios y que arroje luz sobre la situación.