Verdaderos hijos de Dios – Meditaciones sobre el Mensaje del Padre (Parte 36) 

«A través de mi Hijo os adopté en mi amor infinito como verdaderos hijos.«

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En la meditación de ayer, habíamos reflexionado acerca de la verdadera paz y la verdadera libertad, que son un regalo de Dios y que sólo podremos alcanzar al vivir conforme a Sus mandamientos. Las palabras del Padre nos dejaron muy en claro que, sólo al estar en Su Ley, podremos vivir el sentido de nuestra existencia y no caer en contradicción con Dios y con nosotros mismos.

Pero nuestra vocación nos lleva a una dimensión más allá, que es la de vivir como verdaderos hijos de Dios. Dice lo siguiente en el “Mensaje del Padre”:

“Les envié a mi Hijo, adornado con toda la perfección divina, siendo el Hijo de un Dios perfecto. Es Él quien viene a trazarles el camino a la perfección; a través de Él os adopté en mi amor infinito como verdaderos hijos, y, desde entonces, ya no os llamo por el simple nombre de ‘criaturas’; sino que os llamo ‘hijos’.”

Podemos decir que todos los hombres están llamados a esta dignidad. Dios los ha elevado a tal condición, y la otorga a través del santo bautismo, gracias a la Redención obrada en Jesucristo, el Hijo de Dios.

Continúa el mensaje:

“Elevaos todos a esta dignidad de hijos de Dios y sabed apreciar vuestra grandeza, y yo seré más que nunca vuestro Padre, el más amoroso y misericordioso de los padres.”

Tomemos este punto como reflexión para apreciar nuestra dignidad de hijos de Dios. Esto nos ayudará a cobrar más conciencia de la presencia de Dios.

En las meditaciones anteriores, habíamos reflexionado en varias ocasiones sobre cuán cerca a Él nos llama a estar nuestro Padre Celestial, y cómo nos ofrece, además de Su paternidad, también una relación de amistad y confianza con Él. Y, aún más, Dios nos hace incluso partícipes de Su poder.

Todos estos puntos, además de muchos otros que podríamos enumerar, nos muestran hasta qué punto Dios nos hace participar en Su vida divina. A partir de esta realidad, recibimos la verdadera dignidad; una dignidad que es indestructible, siempre y cuando no nos apartemos de Dios por el pecado. Ésta es nuestra identidad más profunda y es un regalo gratuito de Dios. Es una dignidad que supera a la que el mundo puede darnos, porque es imperecedera.

Elevarse a esta dignidad significa vivir conscientes de ella, y procurar que todas nuestras palabras y actos correspondan a esta dignidad. Si empezamos a cobrar consciencia de esto, aprenderemos a percibir hasta en lo mínimo cuándo estamos correspondiendo a nuestra vocación y cuándo no. Ésta se convierte en un criterio interior, que nos educa y forma espiritualmente.

San Benito nos enseña a hacerlo todo conscientes de la presencia de Dios, lo cual resulta siendo lo mismo. Escuchemos una vez más la promesa que nos hace el Padre: “Yo seré más que nunca vuestro Padre, el más amoroso y misericordioso de los padres.”

Esto significa, en otras palabras, que cuanto más vivamos con esta consciencia, tanto más sabremos acoger el amor de Dios, dejándonos tocar y llenar por él. Y será precisamente este amor –la presencia del Espíritu Santo con Sus maravillosos dones–, el que nos enseñe más y más lo que significa ser hijos de Dios y cómo podemos vivir plenamente en esta dignidad. Aquello que no corresponda a esta dignidad o que la limite, habrá de ser purificado. La guía del Espíritu Santo será cada vez más sutil, y el amor a nuestro Padre Celestial crecerá.